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La grandeza del mexicano

Si quisiera ser un poco más falsario argumentaría que con esto que escribo busco compenetrarme con el universo que soy yo mismo, que no puedo salir de mí porque no veo cómo alguien pueda salir de sí mismo para contemplar las ideas de ser aquel que no he sido, o que no ha sido –sólo con el afán de salir un poco. Estaba pensando que lo mismo sería estar en este lugar o en otro y documentar entre las curiosidades y reflexiones que me nacen y que me vienen como si fueran estallidos de palabras –pequeña intentona poética. O como si fueran una especie de declaración de algo –pequeña intentona proselitista. El problema que para declarar algo habría que tener una audiencia que todavía no conquisto y si así la tuviera habría que innovar para que no lo dejara de ser. Ya por estos tiempos hay tanta falta de cosas que no es sencillo ponerse a embarrar letras significantes en su particularidad, pero que a veces dentro de su generalidad son un mero escarceo con las ideas que pudiera uno desembragar. Sucede que cuando se habla un español fuera de los límites territoriales se pretende marcar un estándar, un español comprensible para todos aquellos hablantes de distintas geografías. Se evitan los modismos y las expresiones eufemísticas. Se trata de estar lo más abierto posible para que la función comunicativa sea la que prevalezca y no la poética, por aquello de la manipulación del lenguaje.
En un tiempo cuando mi padre estaba en disposición de proveerme de un sin número de consejos para la vida, y que también tenía la posición y seguridad que da el dinero para educarme con viajes, me compró un boleto para ir a Europa, concretamente sólo a un pueblo alemán para aprender alemán. Antes de salir a tierra desconocida y con unos 17 años a la sazón me dijo: “Hijo, recuerda que no sólo llevas la representación de la familia sino de toda una nación entera. De ti dependerá que se hable mal o bien de los mexicanos”. Resulta que yo me lo creí todito, que creía que sí; que yo debía ser un buen representante de los intereses mexicanos, si es que pudiera haberlos. Ahora que vivo en los Estados Unidos me vuelven las palabras de mi padre que me alertan de que los estereotipos es mejor dejarlos así.
Ser mexicano en los Estados Unidos no es una tarea fácil, sobretodo si tienes la piel blanca, el cabello castaño claro y los ojos verdes aceituna. De entrada todo el mundo te confunde con todo menos con los de tu nacionalidad. Cuando he llegado a conocer gente, gringos por lo general, me revelan con una cara que aún no logro determinar, pero que está más cerca de la satisfacción que de la repulsión, que no parezco mexicano, que me veo "distinto". No contentos con mi aspecto me fuerzan a que les invente una saga épica de migración desde algún lugar del viejo mundo. Una vez que han oído algo semejante a una huida con visos libertarios les vuelve la color en su gesto. Su conciencia se tranquiliza: un mexicano con grados académicos sólo es posible si ha pasado por el crisol de la europeización genética recesiva.
No sé si agradecerlo o no, de tomarlo como un cumplido u ofenderme por lo cerrado de la mente del otro que aventura esa afirmación. La mayoría de la gente me lo dice sintiendo que me halagan con sus comentarios porque, obviamente, me parezco a ellos, pero no del todo. El único que lamenta esa afirmación soy yo mismo, y eso en ocasiones, cuando trato de tomar una postura radical con respecto al nacionalismo y determinar los avatares de la conciencia mexicana. Es ahí que me pregunto sobre los mecanismos de construcción social y demás barbaridades. Soy un mexicano como cualquier mexicano que busca autoafirmarse para no ser como, digamos…, un gringo; un mexicano que trata de explorar los contenidos que lo conforman. Soy un mexicano tan distinto que cuando hay que gritar viva México, articulo el mismo cliché que avergüenza en sobriedad. Hablar de nacionalismo es algo que no me pega. Siempre que tengo la oportunidad doy muestras de mi autenticidad y pronuncio con fluidez una de esas palabras náhuatl con muchas consonantes juntas como "Texcaltlipoca"; si eso no fuera suficiente, hablo de los grupos indígenas que poblaron el valle de México antes de la llegada de los Aztecas; o expongo con naturalidad el proceso de captura de rehenes para ser inmolados en algún sangunario sacrificio. A veces nada de eso convence de mi ser apócrifo. Lo único que tengo claro es que los sábados por la mañana, después de alguna borrachera, se me antoja un caldito enchiloso de birria del mercado sobrerruedas de por la casa de mi suegro.



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