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Conversaciones en el Campus: El Apocalipsis is coming tonight

I.

Un gringo que conversa conmigo, sería mejor decir un amigo, de nombre Martin Shepard, me dijo en alguna de las conversaciones que sosteníamos, que iría a ver su abuela a un pueblo al oeste de Tennessee antes del solsticio de invierno; por supuesto que lo que más me saltó (permítaseme la metáfora circense) fue que tomara como referencia el día de cambio de estación en lugar de contabilizarlo con un día en el calendario. Este gringo, que creo que ya es una especie de amigo, cuyo nombre en español sería algo así como Martín Pastor, creía en el Apocalipsis, en la destrucción inminente de la humanidad y en la masacre mundial a través de las bombas atómica que Bush hijo estaba preparando. Vivía en lo que según me dijo, con aire de exotismo, era un barrio pobre: el “South Knoxville” que, por lo que descubrí más tarde, lo que me quería decir es que era algo así como el Bronx neoyorkino, en donde operaba toda una banda de delincuentes que vendía droga por vía infantil.
Me invitó a conocer su casa un par de veces, la primera la rechacé poniendo un pretexto infantil como que había salido sin avisar adónde iba, aunque no hubiera nadie a quien poner al tanto de mi paradero --en aquellos días mi mujer no había llegado y yo me peleaba con la migra universitaria para hacerla venir. La segunda, ya con mi mujer aquí, me dijo que debía conocer su casa porque había construido un baño solar con pedazos de deshechos, es decir, basura. Yo como siempre he sido un prejuicioso y desconfiado más de estos gringos homicidas, argumenté que tenía que ir a ver a mi esposa que se moría de la angustia de estar aquí porque no manejaba la lengua del poderoso y no sabía cómo defenderse de las agresiones constates de las que uno es objeto cada vez que los gringos te sonríen y te miran como si tuvieras una tara metal por no hablar su melódica lengua. Me negué, pero me convocó para un nuevo intento semanas después. Todo sería agendado y no tendríamos problemas por mujeres lloriqueantes que no saben relacionarse con su entorno. Al comentarlo con mi esposa me dijo que debía de ir, que a lo mejor era como una especie de fina cortesía gringa que no conocíamos aún. Accedí para el día establecido. Me montó en su carro, donde apenas encontré espacio; me senté sobre una serie de papeles escolares que decoraban su asiento delantero amén de toda la parte trasera. Entre latas de Coca, bebidas energéticas y bolsas de plástico en donde llevaba su “lunch” pude colocar mis pies. Estaba un poco nervioso, hacía calor húmedo y amenazaba lluvia. Yo había quedado de reunirme con mi esposa en un parque que había cerca de nuestro departamento como pretexto para que el tal gringo panzón de Martín Pastor no pretendiera entretenerme mucho y quizá así se le quitarían las ganas de descuartizarme. Acordé con que sólo podría estar con él una hora para admirar su palacete. Encaramados en su nave nos dirigimos hacia aquel lugar en donde reinaba la indigencia y la miseria. El nerviosismo seguía conmigo. Me empezó a narrar historias de asesinatos violentos que se habían suscitado en su vecindario veinte años atrás. Me contó una vez más, creo que era como la octava, de cómo unos niños actuaban como dilers de droga y por qué era más conveniente que la cosa funcionara de esta manera. Me explicó los beneficios de incorporar a la niñez en tan nobles actividades y la red de gobierno con la que operaba este tipo de práctica y de cómo además, estos niños que se iniciaban en los negocios tan temprano, llegaban a ser abogados afamados subvencionados por las redes del narcotráfico.

II.
La del atardecer sería cuando me mostró la zona en la que el gobierno había puesto un tiradero nuclear rodeado por unas cintas amarillas de esas que salen en las películas para aislar la zona del asesinato. Para agravar mi desconfianza en su panza descomunal me habló de las posibles mutaciones genéticas que el agua del lugar le podría, a estas alturas, haber ocasionado. En realidad era bastante simpático, su actitud negativa y su antinacionalismo a ultranza, así como las garras con las que cubría un parte de cuerpo (las camisas no le sentaban muy bien, dejaban un parte a la ventilación de su descomunal barriga) amén de los rastrojos de barro con los que adornaba parte de sus valencianas y de sus botas a semiabrir, le daban un aspecto, a mis ojos, de un tipo sensato. Cabe aclarar que eso sólo ocurría a mis ojos y los de mi esposa que compartía, un poco, mis amistades. El departamento de español, que tan buenas vibras me enviaba, censuraban mis amistades (de hecho la única), argumentando que el tipo tenía una especie de deficiencia mental sólo porque tenía un español que daba pena; me recomendaron prudencia ante todo, dado que sus instintos suicidas se habían manifestado en clase explicándonos gravemente cómo sería su muerte florida para ejemplo de los consumistas anglosajones.
Fue el primero en ver en mí todo mi potencial y reconocer mi sabiduría devastadora, por lo que me gané su admiración y respeto incondicional. Todas estas advertencias de alguna manera me habían alcanzado hasta el grado de prejuiciar mi encuentro con su miserable pero orgullosa pobreza.
Pasamos la zona de los deshechos tóxicos nucleares, reía por la estupidez ajena y la desventura que todos sus vecinos tendrían que pasar. Me dijo cómo había revelado información privilegiada a la televisora local y cómo había denunciado el plan maléfico que se fraguaba en aquellos límites de la mutación salvaje. Doblamos a la izquierda en el semáforo en donde se situaban estratégicamente los infantes corrompidos por las mentes del sistema represor, para ofrecer toda la serie de paraísos artificiales dentro de este paraíso del consumo. Lo más significativo de todo es que tenía planes de crédito al 8 por ciento de interés anual y que había modo de pagarlo con tarjeta. La verdad es que aquello me pareció un exceso que no quise comprobar. Viramos en su flamante Taurus que mi madre ya lo hubiera querido para salir a presumir con sus amistades. Nos hallamos en la zona que Martín calificó de “dura”. Eran los famosos (para él y toda la estructura social gringa) “projects”, casas algo así como el infonavit y fovisssste, que ya quisiera a estas alturas yo. Allí se concentraba la escoria de la población, la famosa (también para él) white trash, de la que nunca supe si él era representante o no. Creo que no pertenecía a esa ralea, su miseria, según me comentó, era parte de un proyecto en el que se venía entrenando para cuando los escudos armamentísticos se desplomaran y se comprobara la disposición del individuo hacia la muerte y la destrucción de todo el mundo. Su entrenamiento consistía en una estricta dieta basada en calorías de origen natural; se autodefinió en un par de ocasiones como vegetariano, pasta y salsa de tomate acompañado todo con refrescos altos en sodio y azúcar, eso sí nada de carne, porque según me dijo, trasmitía por vía molecular organismos patógenos que se estaban asociando últimamente con el desarrollo de una disposición hacia la maldad del universo siempre en expansión. Su dieta era complementada por el alimento predilecto de la niñez norteamericana: Crema de cacahuate, alta en contenido proteínico y energético, ideal para el desarrollo de la gordura prematura. Esta amistad devoraba tarros y tarros en sándiwches. Dentro de este entrenamiento había incluido eliminar el agua corriente del interior de su casa y fabricar un baño, que él llamaba outdoor, que para mí no era más que una letrina de esas que se usaban en el pueblo de mi madre y que tanto asco me daban de niño a la hora de ir a descomer los sagrados alimentos. Según me informó, además de ser una manera de estar en contacto con la natura le hacía ver la verdadera dimensión del hombre con respecto a su mundo: la restitución de algo que le había dado la madre tierra. Me mostró con orgullo el aparato que utilizaba para perforar el suelo lleno de barro y me dijo la regularidad con la cual se dedicaba a hacer hoyos y taparlos, una vez acumulados de mierda. En ese momento recordé mis clases de historia universal cuando nos platicaban como actitud ejemplar, la depresión por la que pasó Estado Unidos en la que se tuvo que contratar gente para abrir hoyos y otros para taparlos; pensé, entonces, que era algo así como disposición genética del gringo a dedicarse a hacer hoyos y encontrarle beneficio propio. No lo sé muy bien, sólo especulo por lo que vi. La letrina de Martín estaba a unos 10 metros de su “casa”, me explicó que debía de ser la distancia necesaria para que, por salubridad, no le llegaran enfermedades del mierdero que se cargaba, claro que muy suyo eso nadie se lo cuestionaba. Cortésmente rechacé la invitación que me hizo para comprobar la comodidad de su trono, arguyendo que no tenía ganas y que desde donde me encontraba podía intuir su confortable diseño.
Cuando llegamos a lo que él llamaba casa me pude percatar de que no era más que un cuarto de cuatro por dos dividido en dos secciones. Esta “casa” se encontraba debajo de un árbol y sostenida, para estar lejos de la tierra y de sus inundaciones, supongo, por tabiques situados estratégicamente tanto para vencer la geografía agreste del lugar (una pendiente un poco inclinada) como para soportar tanto el peso de mi amigo como el de su conocimiento en los secretos del Apocalipsis, la cábala y la presunta invasión extraterrestre de la que Bush era parte sin duda. Si hubiese que hablar pues, de cosas tan intrascendentes para las almas refinadas como el aspecto visual que producía el famoso palacete, no era más que un montón de maderas, cuasi basura, de distintos tipos y extremadamente deterioradas clavadas unas con otras que daban a la casa, o mejor dicho choza, un aspecto amorfo y humillante. Recordé las áreas marginadas de la Ciudad de México, los cinturones de miseria y sus habitantes, prácticamente era el mismo aspecto el de la casa de Martín Panzón que el de las chozas de Iztapalapa, sólo que con un güero como morador, en lugar de un indio en desventura.

III.
Lo primero que hizo fue enseñarme su línea telefónica y su buzón en donde recibía su correspondencia y sus tarjetas de crédito que, me confesó, estaba a punto de terminar de pagar. Afuera yacía otro coche en el que se distraía componiendo para cuando su actual vehículo expirara, un Plymonth que en ese tiempo, en que andábamos a pata, me hubiera gustado tener y hasta me hubiera considerado afortunado. Me dio todo un resumen de la condición de su automóvil y de lo que necesitaba al tiempo que abría el candado con el que cuidaba sus pertenencias, una computadora, el teléfono y su conexión por cable a Internet. Orgulloso de su miseria anárquica me invitó a pasar primero; accedí con un gracias y vi la primera sección de su choza que estaba compuesta por un sillón, un gato, el refrigerador de mi abuelita en Cachanía, y una pequeña estufita de gas como la que tuvimos mi esposa y yo cuando nos casamos (aquí las normas de seguridad prohíben el uso del gas en estufas, deben de ser eléctricas). En su refri no había más que un par de cervezas y una coca, todo con fundamentos en el estilo veggi, y arriba, en su alacena, estaba su dotación completa de pastas de todo los estilo y variantes posible, además de los famosos tarros de la manteca de maní. Al ver aquella escenografía de la vida paupérrima dije lo que es políticamente correcto cuando no sabes qué hacer: Interesting! Al estar adentro de su pseudo casa recordé una vez más los parajes de mis infancias y evoqué el cuarto hecho de maderas de desperdicio que mi madre le confeccionó a su hermano para que dejara la casa de mi abuela y no diera mala imagen a sus hijos, o sea mí, y a la sociedad, que ya sabía de lo finísima persona que era mi tío. Además de esas visiones fantasmagóricas que me asaltaron el olor a meados felinos que se percibía de la alfombra por demás saturada de barro, me evocó armoniosamente la multitud de gatos que vivía abajo del cuarto en donde mi tío fumaba sus cigarrillos, también suspendido del suelo, y el olor a orines concentrado gracias a los 40 grados centígrados en verano, que era cuando realizábamos la excursión de vuelta hasta el origen.
En el interior de su morada, al lado del refri con palanca para abrirlo, estaba dispuesto un sillón individual de color aceituna, cuyo esplendor databa, posiblemente de la época en que, paralelamente, mi abuela adornaba su casa con los últimos caprichos de la moda francesa, filtrada por las revistas atrasadas que llegaban al pueblo. Martín me confesó con una sonrisa socarrona, tal vez para hacerme cómplice y espectador de sus manías, que dormía en ese sillón en verano cuando las temperaturas alcanzaban unos 100 grados Fahrenheit.
La segunda sección la constituía una especie de escritorio tipo barra, por su altura y su disposición, que daba la vuelta al minúsculo espacio de uno por tres; la pequeña pieza estaba pintada de un color azul cobalto así como el mobiliario que formaba el conjunto de lo que pude descubrir era su estudio. Cuando traspasamos la frontera de la pieza anterior al contiguo me dijo con orgullo “This is where the magic happens”. Se refería a la creación de sus ensayos y de sus historias de ciencia-ficción que escribía en sus ratos de ocio, que no eran muchos dadas sus condiciones de vida a las que con amor se entregaba. Desde ese rincón sucedía cosas como su ensayo sobre Borges y la Cábala, la historia de un profesor universitario de lenguas romances abducido y perseguido por los intereses de sus préstamos que, al final de sus días, aún no los había podido pagar yéndose a la tumba con el secreto de la civilización por venir y una deuda heredada a sus seres queridos. Su magia eran las palabras en varias lenguas que masticaba, creo, con un peor manejo que el mío. Me mostró el radio de onda corta que utilizaba antes de entrar a la era del digital del internet en cable. Me dijo que todas las noches se dormía escuchando alguna estación de radio de algún país hispanoamericano, por lo regular de algún país que ya hubiera visitado. Así su selección fluctuaba entre algo de Ecuador, Costa Rica o Argentina. Me confesó, casi con vergüenza, que a México aún no había ido pero que pronto lo haría y que sin duda, para no herir mis sentimientos patrios, sería mejor que todos los demás países de lengua hispana. Por supuesto que lo consolé con un golpe en el hombro, cosa para la que no estaba preparado, súbitamente se distanció de mí y me miró con ojos de estupefacción. Me inquirió el por qué de los golpes, si había dicho algo impropio, recordé su reticencia al contacto humano y me excusé por haberle dado un golpe en el hombro; traté de explicarle que era sólo una manifestación de afecto y nada más. Después de eso se sintió mucho más tranquilo y yo cometí un error. Desde ese entonces cuando quería quedar bien conmigo me propinaba una golpe como para sellar un contrato de amistad tácito. Comprendí que le había dado una lección sobre el intercambio humano, sobre el valor de la proximidad agresiva, sobre la barbarie cultural de gente que se acerca demasiado y que amenaza. Así, los dos tuvimos una clara aproximación a lo que la cultura debía ser: un espacio para el intercambio; él, por su parte, me enseñaba la choza que yo había dejado atrás con el horror que produce la miseria, y yo le mostraba la violencia del acto humano que reconciliaba la paradoja del mundo latinoamericana: amor y violencia al mismo tiempo. El encuentro de ambos mundos tuvo su fin, no volví más a su casa, sólo me ponía al tanto las mejoras a las cuales sometía su vivienda, a la nuestra lo invité un par de veces a comer pizza vegetariana acompañada de un cocalón gigante para saciar su hambre y su sed de conocimiento y hablar, tranquilamente, sobre el fin inminente del mundo. Dejó la escuela, dijo que las deudas lo estaban aniquilando y partió hacia Singapur a ganar dinero y refugiarse de la eminente destrucción del universo. No lo he vuelto a ver. A veces a mí también me hubiera gustado irme.


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