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El terrible fenómeno del niño o The Mexican Phantoms



Alguna vez leí por ahí que era considerado signo de buena educación, en algún país del lejano oriente, hablar del clima y de los avatares que la temperatura causa en la gente, siempre, claro, como exordio conversacional. Mientras esperaba en la oficina de migración de la universidad a que llegara mi turno para exponer mis dudas sobre situaciones migratorias a una despistada señorita que seguro desconocería, noté que el tema del asunto climático se encontraba vivo y disperso sobre la faz de toda la cultura occidental, léase la gringa. Inducido por el aburrimiento de esas oficinas burocráticas comencé a imaginar una conversación similar en México. En qué sería distinto, o bajo qué circunstancia tendría puntos de contacto. Hace cinco años que salí de México y no he vuelto desde entonces. Me han dicho que las cosas han cambiado. Para este mundo moderno y sus avatares, cinco años convierte a los objetos tecnológicos en maquinarias de museo. La secretaria que estaba en la recepción, de un moreno parecido al indio mexicano, presa del sopor de la oficina, pretendía trabajar contestando teléfonos mientras yo cabeceaba y pensaba para mis adentros que sería mejor posponer mi visita para cuando estuviera más dispuesto a aburrime. Del elevador bajó otra secretaria de ascendencia africana en sus “early fifties,” portando un descumunal y fláccido cuerpo como una maldición vudú en traje sastre. Descendía de sus alturas para tratar de matar ese sopor que todos teníamos, o tal vez, para comprobar que todos estábamos igualmente aburridos y no tenía de nada por qué avergonzarse. Ambas ladies con sus actitudes políticamente correctas se sonrieron al hacer contacto visual. Como estamos en el país de la individualidad, o del individualismo si se prefiere, está mal visto preguntarle a alguien qué hace en un lugar en donde no debe andar, no vaya a ser que le descubramos sus intenciones asesinas y se sienta amenazado. La típica pregunta del envidioso mexicano que tiene por objeto saber por qué el burócrata de arriba desperdicia su tiempo en otro lugar que no es el suyo “¿Qué milagro?! ¿Qué te trae por aquí?!”, no la he oído jamás en mi amplia experiencia de antesalas gabachas. La Afro-sastre salió del elevador dirigiendo su trabajosa humanidad hacia lo que parecía ser el baño, excelente coartada para justificar su presencia en la planta baja. Lo pasó sin hacer menor reparo dejando escapar un mujido de cansancio. Regresó después de andar unos seis pasos. Me dirigió una mirada entre inquisidora y maternal, a lo cual yo respondí con una sonrisa compasiva que rayaba en la estupidez. Una vez que hubo descubierto que el piso de arriba era igual de aburrido al piso de abajo, decidió volver a su cubil. Sin embargo, no pareció del todo resignada a volver sobre sus pasos y considerar su acción una pérdida de tiempo para acercar más la hora del lunch y sus promesas. Se instaló un momento a un lado del elevador y se volvió lentamente sobre la Mexican-like para dedicarle una nueva sonrisa y un oportunidad para el chit-chateo. La Mexican-like atenta y ansiosa ante la posibilidad de perder el tiempo vaciló en iniciar una conversación banal. La Afro-sastre con la autoridad de estar en el piso de arriba, cerca de Dios, empezó la conversación sobre el tema ancestral y políticamente correcto: el clima. Mientras disertaban sobre el particular, recordé los consejos de mi esposa sobre cómo hacer una conversación amena sin entrar en información incómoda. Recordé que, como parte de su coucheo hacia lo que llamó “elevar mis interpesonal skills”, el clima era considerado como buen inicio, además de ser uno de los lugares más seguros para el intercambio matutino con personas diferentes y carentes de toda fe. La Afro-sastre, deseosa de que el tiempo se perdiera en el vacío del ocio, inició la conversación sin más ni más. Argumentó que afuera el clima era excelente, aunque un poco nublado. La otra asintió presa del sopor que sentíamos ahí dentro, en plena mañana eterna. La Mexican-like pasó sin mayor transición al pronóstico de aquel día en el que la máxima, un día después de iniciada la primavera, citando al weatherman estaba prevista con 60-62 grados Fahrenheit para la cuatro y media de la tarde. Arguyó que nunca acertaban en dar el pronóstico exacto. Recordó, como ejemplo inescrutable, que el día de ayer estaba prevista la misma máxima y que subió hasta los 73 a las 2:20 de la tarde. La Afro-sastre le dio la razón. Como el clima siempre tiene un aire de incertidumbre, comentó que al llegar a su casa sintonizó el Weather Chanel con el que pudo corroborar que las tendencias anunciadas en el día anterior estaban siendo falseadas. Era imposible fiarse del primer pronóstico del tiempo. Le comentó a su interlocutora que a ella le gustaba llevar un “récord” de las temperaturas, especialmente durante la primavera (para ver cuándo se equivocan, olvidó mencionar). La Afro-sastre debido a su posición espacial en el cuarto piso, y al “equal opportunity statement ”, debía mostrar su superioridad para los asuntos intelectuales y puntualizó la estadística que el canal proveía al final del día: el récord histórico de un día como hoy se había registrado en 1982 con una máxima de 86 grados. La mínima no importaba porque después de haber librado el invierno había que ver siempre hacia delante. No obstante, para mostrar su saber baladí, también comentó que la mínima de 24 grados se había registrado en 1906. La Mexican-like atendía las palabras de la superiora y no pudo más que asentir con la cabeza con humildad. Se recordaron mutuamente que era fundamental e imprescindible corroborar toda la información que produjeran estos profesionales del clima y que esperaban que en el siguiente avance de cada 25 minutos sí fuera exacto. La Mexican-like sugirió ir al Weather Chanel dot com para tener más elementos para demostrar la ineficacia de los radares locales. No pude hacer otra cosa que recordar, con profunfa nostalgia, a uno de los weathermen más famosos de la historia oficial mexicana, el famoso e infalible Iracheta; esforzado del clima que por falta de rating incorporó a su segmento trucos de magia con sustento “científico”.
Los experimentos que hacía Iracheta, después de falsear todos los datos, sólo servían como marcador temporal para correr a lavarse los dientes y descubrir que la hora de salir había pasado hacía cinco minutos. Su famosa frase lapidaria con la que cerraba su ineficacia para predecir algo que sólo Dios en su grandeza podía controlar, volvió como un fantasma: “¡Que tengan ustedes un día de intenso calor humano!”, profería él con una gran sonrisa. Ese día, de tan intenso calor humano, se materializaba soberbio y único. Iracheta se alzaba desde su mediocridad para abrazar mi intensa, cálida y aburrida espera burocrática.

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