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El perseguidor de Johnnhy

I

Eso hizo el perseguidor de sí mismo que andaba por las estrellas plagiando el mundo y todas las cosas que en él encontraba. Este perseguidor de sí mismo tomaba de las novelas y de la literatura algún vacío para untarlo al cuerpo y hacerse cargo de quienes añoran unos dividendos astutamente distribuidos. Me veo tratando de anidar una historia que narrar, historia que pedí prestada por no tener ninguna original, nada que me saliera del alma o de la cabeza. No sé si en este punto me explique las cosas que buscaba, o que sigo buscando como si fuera un afamado investigador que quiere encontrar la pista de su víctima.
La pena que sentí fue porque no hallé en la noche algo más interesante que hacer, que volver a sentir que soy uno de los tantos que llegarán a tiempo cuando se nos invitó a la mesa. Hoy, por ejemplo, descubrí que no había más sentimiento repulsivo que querer montar números en donde no hay más nada que argumentar. Antes pensaba que andar por ahí aprendiendo lecciones de vida era una forma de volver a situarse como si alguien fuera un poco más cuerdo que otro. Ya no hay más lecciones que las mismas de siempre, y si alguien quiere tomarlas que me avise, sólo para que no me de envidia saber que alguien las descubrió.
Después de todo, la vida es la misma para mí. Repetible por todas las formas y bajo todas las circunstancias. Tal vez no sea el mismo, sin embargo, soy el que se carga a diario. Pensaba que cuando escribía, salía de mí y me iba por donde las cosas se habían ido. Las cosas que se construyeron, la mayoría siguen en el mismo lugar, otras se han mudado, cambiando sus formas por otras no tan incitantes. Ahora busco al perseguidor de sí mismo, o de mí mismo, como si antes sí hubiera sido un genio, como si la genialidad se me fuera yendo en cada momento cuando no acabo de descifrar cómo ni por qué me fui leyendo en una lengua extraña. No es que esa lengua me perjudique sino que me duele; entonces por qué no puedo sentarme sobre seguro para articular una lengua que me vuelva a repetir que no soy eso, que nunca lo he sido y no quiero serlo. Lo mejor es articular una lengua que domino porque la he aprendido en toda mi vida y la hice mía como a una manía cotidiana. Tengo esta manía de hablar de más en esta lengua, que alguna vez la pensé de mi madre, la lengua que intuía más cosas que las que decía. Era una lengua muerta dentro de mí; era la única vía que reivindicaba mis soledades con las imágenes de mis nostalgias.
Ahora sólo puedo confesar una confusión irreparable, confusión, tal vez, exquisita, deporte amanerado de quien quiere buscar, en esas cosas lingüísticas, una razón de ser en el mundo, perseguir una manera de perseguirse como la cola de un gato. En esta persecución encontrar que los significados no son los mismos. Para qué sirven los significados entonces. Cuando yo nací mi madre me puso un nombre, cuando mi hija nació yo le puse un nombre, y así le he dado el nombre que se me ha dado la gana para descubrir que en la noche fuimos llegando de otra mundo en el que los nombres lo eran todo, no arbitrariedad sino reminiscencia del pasado secreto de quien juega a llamarse de varias maneras. Me llaman el perseguidor sólo porque parafraseo a quien se me da la gana y persigo en ello una fama de algún tipo. Me llamo entonces perseguidor de la soberbia, me llamo perseguidor de la esquina sin nombre por donde sale el sol y yo aguardo cubierto con paraguas que me evita el hundimiento. Persigo lo que puedo: libélulas sangrientas para hacerlo más pintoresco; persigo una rosa blanca para hacerlo más infantil, persigo las cosas como si hubieran sido mías y las he hecho de otros colores. Te persigo cuando no te encuentro sólo porque al fastidiarte, puedo ver que mi palabra no está vacía, que no es tan inútil, que fui diciendo que las cosas se iban haciendo de todas las maneras y de repente surtió efecto como si fuese un filtro mágico, un bebedizo histórico que resucitara hasta los muertos. Fue algo así como un caldo largo de camarón, de comida con todos los tintes, de coctel en la mitad del paraíso: esa maldición que todos imaginamos que puede ser el paraíso, sostenido por una sola palabra, sostenido por la imagen de que alguien fue dictando en silencio extático –de éxtasis me refiero—palabras que empezaran por reflejar el contenido del mundo. Un mundo de palabras superiores que una vez fueron en griego, que otra vez fueron en lenguas del poderoso que se han llamado de muchas maneras. Esa manía que tiene el hombre por creerse lo que se ve en letra de molde, en un papel digno de contemplarse y de acatarse. Y así fue cómo el perseguidor de sí mismo fue anudando cada una de las letras del nuevo lenguaje para ver si en ese también se podía empezar a delinear una forma de creación, una técnica que reapareciera como buscando las cosas que se perdieron. El perseguidor de sí mismo estaba encima del mundo, trepado junto a la escoria pesando en la vejez, en el decoro de lo que era lo mismo. Pensaba, pues, en que el tiempo lo podía volver inmortal (ya sin la menor importancia), que sólo estaba por ahí, sólo lo que ha llegado a la puerta y nos ha abierto lo que estaba cerrado, sin embargo las puertas cerradas, a veces mejor ni abrirlas. Y el perseguidor se persigue como si tuviera el mismo cliché de siempre, la lengua débil, la lengua abstracta. El viejo que se paraba en la mitad de la indiferencia después de verter su vida sobre una mujer quizás, sobre un ser humano expelente de olor, de cosas que se le salían cuando el cuerpo así lo deseaba, de una vida que había recorrido, ignorando ya el final del viaje. Invisible para los que persiguen o se persiguen en tantas cosas. El viejo parado en la mitad del camino dispuesto a doblar las manos sintiendo que no importa que el tiempo se acabe porque el tiempo lo persigue como si fuera parte de su vida. Y es que eso es: el tiempo es como sombra que aparece en un día soleado, como algo que se encuentra y emerge cuando el sol sale, cuando hay alguna luz, cuando el viejo se para esperando ser visto por el conductor que transporta demás escoria adentro, el viejo y el camino con una vida que sólo él conoce, si ha pensado lo disuelve entre nosotros que somos la escoria de un primer mundo, aquellos que buscamos la construcción de lo que fue o de lo que será.
Eso fue cuando me fui subiendo en los autobuses para contemplar el fracaso de aquellos los que buscamos con esperanza el mañana, y es que esto suena a cliché y qué es lo que se puede desear sino un cliché que pinte, que esboce un gozo como el de los que creen tenerlos todo, una imagen de postal, una sonrisa al aire, un día con sol entrando por la ventana mientras se saborea un cereal delicioso, cambiar la forma, el color de la piel y ser todos como la televisión, ser una televisión, la imagen, como una refracción y como un señuelo para caer. Esto aquí se prefigura como una diatriba en contra de quienes detentan el poder, y si protesto qué; y si escribo qué; nada, las letras seguirán intactas, fijadas en un universo que no es real, almacenadas dentro de la nada, angustiadas por la nada que es lo mismo. Por eso aquí contemplo cómo se ven las cosas desde que me hice viejo, desde que supe que las cosas van a terminar sólo ahí, perseguiré como deslumbrado la salida del sol. El sol de todos los días. El sol de mediodía, el sol de la tarde el sol de la noche, el sol de siempre que durará mientras viva, pensaré en mis hijos, pensaré en mí mientras me voy haciendo en estas palabras.



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