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Meditaciones paradisíacas




La fuerza de las palabras es un acto que llena de vida a los corazones solitarios de quienes desvalidos piensan que el mundo les promete toda una serie de delicias para ser aprovechables a corto o mediano plazo. Inevitablemente pienso en el paraíso y sus promesas. Me pregunto cómo podría materializarse un lugar de esa naturaleza. Puedo recapitular algunos textos del imaginario popular, la vox bruti como la llamara Ibargüengoitia, de la masa irredenta, que dan una visión de aquello que podría figurar como paraíso. Recuerdo un “texto” que me llegó de la “sabiduría popular” una vez que le preguntaron a un malandrín, de apodo el Chido, que explicara su concepto de paraíso. No hace falta exponer la definición insulsa que dio el malandro sobre el particular, sólo destacar que el contenido de su “idea” tenía que ver con el acto reproductivo ininterrumpido, algo así como un sostenutu, con doncellas hermosas veinteañeras, lujo, sonidos estridentes, ocio y sobre todo dinero. Este último era un componente fundamental para la elaboración del concepto. Dentro del esquema del Chido el dinero actuaba como vía para alcanzar el verdadero sentido de la existencia: el placer. Así, el placer es el mecanismo, o mejor dicho, es la vía a través de la cual se pueda alcanzar un estado de dicha. El paraíso en el esquema mental de este personaje zafio tiene connotaciones anímicas y nada más. Está claro que dentro de su construcción, el placer podría conducirlo a un estado de felicidad que, queda claro, aún no alcanza y no alcanzaría jamás. Sus imaginaciones fantásticas serán sólo eso, nunca estará dentro de una limusina (que me parecen la cosa de peor gusto) con unas nenas de playboy bebiendo y fornicando a mansalva. La idea de su paraíso es por definición inalcanzable. No sé si este sujeto haya continuado la búsqueda de su lugar, si la haya abandonado para dedicarse a otros asuntos, o si haya cambiado el rumbo de las reflexiones que dieron cabida a la elaboración de un lugar que podría constituir un paraíso.
Lo cierto es que la construcción de un paraíso empieza con la elaboración de un lugar diferente al nuestro, a nuestro espacio, es decir, con la negación del aquí y el ahora en el que nos encontramos para darle lugar a la fantasía y abrirnos a espacios que, intuimos, contienen todo lo que no tenemos en el presente. El lugar espacial del paraíso está más allá, en un futuro y nunca en un presente. Contiene, o debe contener, todo aquello que no existe pero que, creemos, debería existir (por ejemplo, fornicar en una limusina con 15 playgirls a la vez). El paraíso se construye con retazos de aquello que no existe pero que sería maravilloso (por ejemplo, lograr una erección continuada para satisfacer a las 15 mismas ninfómanas). Ese “sería maravilloso”, no deja de ser sólo un espacio retórico para la formulación de aquello que estaría diseñado para ser un espacio privilegiado.
Ahora bien, además de los paraísos artificiales que cada uno se crea y sitúa ya sea en el asiento de atrás de una limusina o en el fumador de alguna calle, existen paraísos institucionalizados y previamente definidos y, cosa que es deliciosa, prometidos. Las iglesias son las encargadas, como todos sabemos, de alimentar lugares como esos, de prometer espacios que lindan y lucran con eso que han dado en llamar “los valores universales”. Estos valores universales de connotación siempre positiva devienen en el camino hacia la obtención, nunca corroborada, del paraíso institucionalizado que está en otra parte. Estos utopi no contienen la misma construcción de civilización a la que hemos estado acostumbrados desde que tenemos conciencia, sino que se plantean como un lugar espiritual, jerarquizado, en donde, y aquí está la clave, el goce espiritual es el principal bien a alcanzar.
El goce, el placer, es la característica per se que al construir un paraíso de este corte no se debe dejar de lado. Sentir placer, experimentarlo como un continum, como un torrente que nunca se acaba, es el sueño de todo hombre. Sin embargo, este sueño ha dado al hombre “primitivo occidental" una razón para movilizarse y encontrar dicho espacio a como diera lugar. ¿Hasta qué punto ha sido positivo ese desplazamiento? No lo sé, ni es mi función juzgar la historia y los acontecimientos que han dado al mundo una forma. Sólo sé que los empeños del hombre occidental fueron transportados a una América indígena en donde se pretendía encontrar ese paraíso que, según cuentan, se había perdido por la desobediencia de una mujer, o mejor dicho de la incitación fémina abominable hacia el hombre sensato.
El placer ha podido movilizar al hombre con toda su dimensión y ha producido mecanismos tecnológicos de sometimiento, promesas y abundancia. Pretender el placer es la actividad más ponderada del género humano: el mayor de los goces posibles. No sólo se imagina que el placer pueda estar equiparado con la abundancia, sino que el hombre ha puesto todos sus empeños por hacer creer que su búsqueda debe ser una de las principales funciones del hombre. Eso es lo que a mí en lo personal me atrae del descubrimiento, o mejor dicho, de la adjudicación del territorio como lugar de construcción de espacios utópicos (no quería utiliza esa palabra pero al fin no ha podido haber otra).
América sirvió y ha servido para que el mito del Dorado, la construcción del paraíso, haya cobrado fuerza y la promesa se haya podido materializar. De ese modo, el lugar en donde el placer y el ocio podían tener una materialización fue el empuje para la creación del espacio utópico americano: América como un lugar en donde había una concretización del paraíso, es decir, la posibilidad de un placer continuado para el imaginario europeo. A fin de cuentas, la conformación del paraíso como lugar del placer continuado y abundancia bacanal es una creación meramente occidental, concretamente de la tradición cristiana.

Los empeños de estos seres “torcidos” por hacer realidad el espacio prometido nos ha llevado tanto a la conquista de una apropiación de paraíso, como a la imposición de imaginarios. Las utopías comenzaron a tener una leve esperanza con la América indígena. Los hombres de armamentos poderosos formulaban, mediante sus cavilaciones de hombres con armamentos poderosos y sofisticados, apropiarse de todo lo que no fuera suyo para encontrar fuera de ellos, aquello que merecían por ser hombres poderosos. El problema radicaría en una situación del merecer. Si el hombre poderoso cree que por ser poderoso y aventajado en materia destructiva es el más indicado para poseer el paraíso, tiene validado, secretamente, el derecho espiritual para “recuperar” los territorios que lo hagan ser grande y maravilloso. El problema se torna mucho más complicado porque lo que se busca, al ser un territorio de poder subjetivo, está validado por los mismos que validan lo validable, que son ellos mismos. Esto no es un truco retórico solamente, es una clara muestra de cómo operan las fuerzas en misteriosas del merecer. Al yo ser poderoso creo que por ser poderoso, si digamos Dios existe, Dios mismo me ha elegido de entre, o mejor, por encima de los demás creándome inteligente. El mismo Dios hizo que yo naciera de color blanquito demostrando de esa manera mi superioridad porque la pureza es lo blanco y la maldad lo negro. Así, si soy listo y blanco porque sé como se hacen las armas de fuego, el que debe tener el goce espiritual soy yo por encima de los que no son como yo. Bajo esta línea de pensamiento fue que América se fue llenando de gente que se creía con el derecho del goce físico y la acumulación de objetos que servían para alejarlos de toda actividad forzada y denigrante acercándolos más, por ende, a la captura del paraíso espiritual que, según han contado los hombres de fe, fue perdido en el comienzo de los días.
Esta preocupación por el placer de la inmovilidad y la abundancia no ha acabado en lo más mínimo. Los placeres pese a estar previamente rechazos por los códigos religiosos, tienen que ver, en su acepción más burda, con el goce sexual y la acumulación de bienes materiales perecederos. La construcción social a la cual ha llegado el hombre lucra con todos estos deseos secretos y carencias del individuo. Los hombres, cuando menos los occidentales de los cuales formo parte, nacen con alguna carencia imaginada en el inconsciente colectivo y un mecanismo para la imposibilidad del goce. La adolescencia, que es la etapa en donde se descubre esta necesidad de acumulación y de goce, sirve a todos los constructores de paraísos para capturar almas y prometer todo lo que habría de ser el mundo lleno de cosas inecesarias. Hablo, evidentemente, por mi experiencia. La construcción de paraísos ha servido para darle al mundo la forma que tiene ahora. Es dentro de este bonito juego que las cosas y las situaciones se van desperdigando en distintos colores y escalas valorativas. El hombre promedio, al nacer, se enfrenta a un mundo construido en el que deberá asumir el rol que más le atraiga. Por lo regular se busca algo que se conoce como “estabilidad” que conduzca necesariamente a un espacio como de paraíso, es decir, de inmovilidad. Estar estable significa que nada habrá de mover ese posicionamiento que da el dinero y el goce que eso puede traer. Nos encontramos en un mundo que propone y pondera la elaboración de la carencia y la promesa de su concreción, la promesa de un lugar en donde ya nada debe ser llenado porque ya está completo. Por eso, cada sábado todo vamos al Mall a comprar la respuesta a nuestras vidas. Vamos para ver en los aparadores aquello que nos haga diferentes y ayude a nuestra carencia. Los más agraciados son aquellos que más consumen, que tienen más poder y necesidad para igualarse dentro de este mundo de libertad paradisíaca en donde si algo es más caro redunda en mayor goce para aquel que lo posee.
Por eso me encuentro por aquí, en el mundo imperial quiero decir. Creí en el paraíso como lugar de consumo en donde mis carencias desaparecerían, donde mis aflicciones pasarían de un nivel real a un nivel más bien metafísico. Ahora consumo con gusto, me lleno de placer con más gusto. De vez en cuanto pienso en la soledad y en todo los niños del mundo para sentir que algo de humano todavía queda en mí.

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