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Antenna: la verdad sobre el mundo



He elegido transcribir un fragmento de Javier Marías en donde muestra su postura acerca de la realidad y, más específicamente, de la verdad frente a la mentira.
Al transcribir este fragmento, mi intención, humilde sobre todo, es presentar una opinión de alguien que se ha ganado el derecho de que su opinión sea cuando menos publicada y, mucho mejor, leída por despistados como yo, que concurren a ver cuál es la opinión de otros a los que cuando menos se les lee --aunque lo hagan despistados como yo que también pueden tener opinión. Por eso, los tipos como yo buscamos las opiniones de los demás, no por inseguridad, sino para decir que yo también pienso lo mismo que ese que ya tiene la autorización de hablar. El fragmento, entonces, dice: “¿Por qué hoy todo el mundo acepta y cree con gran alegría? … me atrevo a avanzar la siguiente intuición: nuestro mundo ha sido invadido, vencido y colonizado por las ficciones, hasta el punto de que ya no soportamos que la realidad no se comporte como ellas, al menos en secreto. Y así, estamos dispuestos a creer cualquier barbaridad o disparate que se nos cuente, porque eso ha pasado a ser lo verosímil, que todo sea como en la ficción. No está mal como elección siempre que seamos conscientes de que con ella también hemos elegido que ya no haya verdad y que no debemos buscarla, nunca más”. Nos pasamos la vida imitando el mundo circundante y creyendo en las necesidades que se crean. La verdad carece de una dimensión palpable en donde la única realización del ser está en el momento del goce y la posibilidad de adquirir el goce por medios de intercambio comercial. El gran momento de posibilidad es el que genera el deseo de convertirse en protagonista de una pequeña historia en donde algún producto de uso continuo no sólo sea eso, un producto, sino que se intercambie su valor ponderando una situación de jerarquización dentro de la escala ética y social. Es, entones, que se da una identificación ficticia entre el producto y aquel que pretende salvar el vacío por medios de intercambio que buscan establecer un círculo que sea, como buen círculo, vicioso. Así, la realidad ya no es una realidad palpable y fácilmente concebible sino que es una cuestión ficticia. La identificación se da a partir del consumo y de los simulacros que se presentan en el televisor, de ese modo, el mundo tiende a imitar situaciones ficticias y se preocupa no sólo por comportarse de esa manera, sino por establecer los contenidos maniqueos de las dimensiones televisivas que perfilan un control y una verdadera incidencia de aquellos que no pueden vislumbrar estas distancias metodológicas. Un día lo comprendí, sucedió cuando vivía en un lugar en el desierto, una mañana de verano mientras preparaba un café y pensaba en lo que haría de mi vida por enésima vez. Puede ver que un hijo de mis vecinos --había cuatro en la casa según pude constatar-- trepó al techo, el padre y la madre salieron entre a supervisarlo y a aconsejarle algunos movimientos de antena aérea para que la imagen del televisior se recuperara. El hermano menor, con supervisión directa de la madre, daba su aprobación a la calidad de la imagen que se reproducía. Recuerdo que era tempranísimo, estaba solo, mi mujer y mi hija se habían ido a vacacionar. Pensé en todas las posibilidades de comunicación de una familia. Pensé en escribir algo grotesco a propósito de eso. Escribir sobre una familia que basara su relación y su convivencia en la observación de programas de televisión. Pensé en lo absurdo de los personajes que podría llegar a configurar: una familia aparentemente amorosa cuya tema único de conversación es el comentario del programa en turno y de ninguna manera desde una postura crítica, sino dando juicios éticos de los procederes de los personajes televisivos y de los actos manipulados de los noticieros. Después pensé que lo absurdo y grotesco de mis personajes no era nada; que de haber construido algo similar a la idea que había esbozado a partir del incidente no habría sido nada, sino más que pura y mera realidad de todos aquellos a los que conocía, que no habría novedad de por medio, que no habría ningún asesinato, ni siquiera una intención perversa que obligara a lo individuos a no hablarse o intercambiar sus experiencias por las de la televisión. La anécdota que en un principio me había parecido simpaticona y hasta aleccionadora se me fue a la mierda en un dos por tres. Hubiera podido exagerar las situaciones y convertir al niño menor de la familia, aquel que daba fe de la imagen en la pantalla, en un destructor en ciernes que al no poder conseguir una buena señal se vuelque violentamente sobre el aparato televisor y, de un jalón, lo estrellara en el suelo de concreto. El hermano furioso descendería del techo porque el programa que seguía era su favorito y ante la vista de los padres golpearía sin piedad al hermanito. Éste, atacado en ese momento por una euforia histérica al descubrir lo que había hecho, tendría que cargar con la culpa de haber descompuesto la televisión; los padres del aniquilador de imágenes vivirían llenos de vergüenza por haber engendrado a semejante demonio, destructor de hogares felices y sin problemas de adaptación. El hijo menor sería destituido del círculo –siempre vicioso—de la familia para convertirse en el primer menor internado en un correccional en donde tendría que estar dopado con dosis de televisión fuera de su alcance. Así la familia seguiría siendo tan normal como siempre.
Al exagerar todos estas situaciones no tendría más que la risita entre simpática y burlona de quienes piensan que la situación está jodida, sí, pero que nunca se alcanzarán esos días en que alguien haga semejantes barbaridades, --sobre todo teniendo a un niño sumergido en el mundo de la producción de la carencia como artífice de semejantes historias. Menos en las condiciones en que este pobre niño abandonado, y seguro producto de padres golpeadores, saque un arma y dispare a sangre fría sobre todos aquellos que, --no sabe por qué--, ha aprendido a odiar de manera casi natural, instintiva y aún deliciosa, ¡qué cosas! En fin, cuánta imaginación desbordada; a ver si algún día se me ocurre algo que sí sea digno de escribirse.

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