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La Vorágine ataca de nuevo




Arturo Cova, el poeta de La vorágine, en su imaginario viaje al centro de la selva, en medio de los delirios que daban la fiebre y el odio contenido hacia una mujer que primero lo burla y después lo mueve a recobrarla una vez raptada, articula, o cree articular, una frase en la cual él se fusiona con el otro. Con esto demuestra no sólo un espíritu solidario revolucionario, sino que afirma la imposibilidad de entregarse a una lucha desde un terreno en el que --a manera de solipsismo--, sólo será escuchado por unos cuantos. Éstos asentirán con la cabeza la tremenda infamia que es la explotación del hombre por el hombre: Arturo imagina ser un cauchero explotado, así en un estado catatónico dice “yo soy cauchero, siempre he sido cauchero.” En esta declaración de igualdad desigual, de mentira disfrazada, sube como un globo para mostrarnos los intentos por los que diversos grupos contenciosos se vean hermanados en un solo concepto: Revolución, implantación de un nuevo orden, búsqueda de la igualdad, aunque desde el fondo de mí, salga mi afirmación que sitúe al otro: Yo nunca he sido cauchero. En el reclamo del indio mi alma se engrandece, porque puedo conocer, intuir, ese espacio que imagino como una pesadilla, una pesadilla que alimentó mis ganas de serlo en hermandad solidaria pero sin mancharme las manos porque, como Cova, mi vida está en otro lado. Mi vida se sitúa en el espacio mítico del tiempo escritural que habla por sí solo y, únicamente, cuando alguien le da vida con los ojos. Por eso, intuyo un mapa, un texto y un límite.
Imagino, por ejemplo, a Cova con su fiebre y las ansias de matar a cualquier hombre. También, evoco un mundo construido de pura fantasía, delirio de una tarde selvática, en que sólo buscaba escribir un poema que no podía formular impulsado por sus necesidad esquizoide de ser otro: un cauchero.
Cova quiere estar lleno de caucho con una sed de muerte. Cova pretende ser parte del otro como ahora yo quiero ser parte de una esencia que pienso entre seres etéreos, posiciones ordenadas de un mundo sin desmoronar. Por eso, mejor me instalo en la imaginación, en Tenesí, para tender un puente que me una a la historia universal del mundo, sin tierra firme, sin motivación heroica, cómodamente instalado. Así, voy imaginando que soy como Cova, un poeta que no escribe el poema, su obra capital. Sin embargo, es un poema que sueño, que imagino como algo secreto que deberá tocarme con su mano alquímica dentro de mis sueños paradisíacos. El mundo que formulo es sólo una mundo imaginado, inofensivo. Por eso vivo en la región limítrofe que no comprendo, una región con varios nombres, a veces clara, como el sueño de Cova o el mío en el que fuimos devorados por una serpiente en medio de la selva. No encuentro ahí los contornos de los senos de la raptada, reptada, pecadora que me represento la mayoría de las veces, complacida por alguien que suele ser yo, o ese que ella piensa que soy. El problema es que, a veces, lo representado me supera. Sé que tal vez no exista, y el mundo imaginado se desintegre desde los tiempos en que fui un poeta intentando matar a un enemigo iletrado. Por eso, mi imaginación delirante me lleva a la brusquedad de la palabra, a lo atropellado, al mundanal espacio rodeado de risas, hambre y muerte. Entonces, imagino que Cova pierde su destino sin escuchar ninguna palabra, sin buscar a la que ahora lleva un hijo en sus entrañas. La veo perdida en el desierto, desnuda, huyendo de alguien a quien intencionalmente abandonó por creer que ella lo amaba. Ahora se me revela, no siendo ella sino otra, la que yo conformo, a la que alguna vez quise amar pero me faltó la fiebre y la separación, el rapto y el sometimiento. No poseía a nadie porque aunque mis ansias de muerte fueron legítimas, no tuve el poder para ser lo que nunca fui: una historia de delirio, caucho, revolución que imaginaba un poeta perdido en medio de sí mismo.

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