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Wild Pitch, you make my heart bitch


En la noche asesina, y solo en el montículo,

¡qué soledad a veces, Charlie, pavorosa!,


CHARLIE BROWN EN LA LOMA

(TANGO DE OTRO VIUDO)

Eduardo Lizalde

El béisbol es uno de los deportes más agónicos del mundo. Lo practiqué cuando era niño y fue el único que jugué con relativa asiduidad y dentro de una liga por tres temporadas consecutivas: dos con un equipo de perdedores que llamábamos Osos y la última como estrella de Halcones patrocinado por Tubos y Conexiones de Oaxaca, en los que alternaba el picheo con la recepción. Perdí contacto con él después de que no pude contener una barrida en el plato cuando reemplacé de emergencia a otro lesionado en una eliminatoria en Cachanía donde pasaba unas vacaciones de verano. Aquellos guaycuras practicaban una pelota candente y agresiva que contrastaba sobre manera con el fair play que se jugaba en el centro del país. En mi iniciación ritual por el diamante, repasé todas las posiciones hasta llegar a mi coronación deportiva como receptor. En ratos de descanso entre temporada y temporada me dedicaba a ver los partidos comentados magistralmente por el Mago Septiém y el joven y espigado, en aquellos días ochenteros, Tony de Valdés. Había en sus narraciones y acotaciones algo que funcionaba como una especie de justificación del juego. Ahora, después de muchas temporadas en las que he intentado seguir mi afición infantil sin conseguirlo, comprendo el enigma: el béisbol es el único deporte que, por ser antideporte, busca una razón de ser, de permanencia, que cuide, no el deporte en sí mismo, sino su lugar dentro de aquellos que brindan una muerte despiadada para aquel que se acerque a sus campos asimétricos; y es que en el béisbol todos somos espectadores, nadie juega en realidad.













Es un deporte individualista donde el único que juega todo el tiempo sin ensuciarse las manos y lanzar una sola pelota es el manejador octogenario que apenas se mueve. Este personaje al que el Mago siempre aludía como “pensativo”, ostenta siempre un uniforme inmaculado, y si hace frío lleva su chamarra para que la intemperie no le hiele la reuma o el entendimiento. Durante los nueve innings se abraza al poste de la banca en la que se cuelga mascando algo, ya sea chicle, tabaco o mezcalina. Su participación es la única que puede darle el vuelco al resultado de un inning a otro y cuando entra a escena es como si un farón o algún muerto viviente ascendiera desde el dugout para sumir a todos, incluido el mismo cuadro que se pregunta y ahora qué, en la desesperación total, siempre con aires de esperanza. Habla con el pitcher en el montículo y la conferencia parece una secreto, o tal vez una oración, en donde no sabemos en qué lengua en realidad se habla, porque nunca hay un movimiento constante de labios del gran anciano sino gestos encontrados y miradas que lo dicen todo; el manejador limpia la bola para entregársela al relevista y corre con paso seguro de regreso a su escondite rogándole a Dios que su elección haya sido la adecuada.

Una vez más se sume en un mutismo indolente en apariencia para volver a adquirir su intrínseca naturaleza de “pensador”. Este es el deporte en el que más se piensa. Nunca hemos sabido qué es lo que se piensa en realidad, pero sabemos que el mánager, dentro de ese pensamiento, elucubra una serie de acertijos que habrá de resolver para mandar señales a todo el terrero, cuyo desciframiento es el arma secreta de su estilo personal con el que se ordena un sacrificio. Es un juego de sacrificios y de señales que hay que leer; en ese sentido, los demás sólo descifran códigos secretos. Los jugadores son meros instrumentos, camicaces del honor, del verdadero juego articulado por los viejitos de todas las bases que controlan el tráfico y las decisiones fundamentales en los momentos decisivos del partido, allá, afuera del diamante, en donde se decide la vida o la muerte de cada jugador. Por eso, como en otros deportes, no hay un máximo de cambios. Los jugadores entran ya sea a correr, o dar un fly de sacrificio, o a tocar la bola aunque éste persiga el record de jonrones de la temporada. El cuadro juega abierto o cerrado, hacia la izquierda o hacia la derecha dependiendo del bateador en turno para aburrirse en su pradera, en una parada corta o en la primera. Es también el juego del aburrimiento. Es un juego que tiene una tenacidad inquebrantable, la máxima que reza “esto no se acaba hasta que se acaba” no es mera tautología que en algunos deportes suena a cliché, a lugar común de los comentarista deseosos de dejarle al azar los últimos minutos. En el béisbol el juego no se acaba hasta que cae el último out. Cuántos juegos no han cambiado, hecho historia, entre el segundo y el tercer out de la novena entrada. Entre ese segundo y el tercer out,¿cuántos foules distan después de estar en cuenta máxima?, para ponerlo en términos cortazarianos: ¿del ying al yang cuántos eones? Esto no pretende ser una apología de un deporte sino la celebración añeja de un antideporte que practiqué en mi infancia. Soñé con ser lazador de grandes ligas, con ser el catcher de nuestro querido Toro de Etchohuaquila, Sonora, con saludar al Marianito Duncan con la mano en lo alto, después de robarme la segunda base. Fui fan, para mi dicha infantil y desgracia, de los Dodgers de Los Ángeles. Nunca entendí el béisbol como espectáculo snobista sino como lugar para la expectación del siguiente lanzamiento, para la concentración budista de los ojos en alto mientras se lanza la pelota y se imagina el home y la zona de strike. Lo único que quería era contectar un hit, un imparable, que se perdiera en el vacío el left fielder y correr desesperado a tercera para llegar barrido de panza. Sólo quería ensuciarme el uniforme de tierra para que se supiera que sabía cómo leer al mánager. Aún recuerdo la euforia de mi primer hit entre la primera y la segunda; el sonido hueco con el que la bola se encontró con mi bat y mi confusión ante mi hallazgo. Fue un júbilo indescriptible, como ver a Dios en la mitad del mundo.

Años después cuando en aquel desierto no pude proteger el plato porque el enemigo llegó con los spikes de frente y quise salvar mi pellejo, me sentí derrotado y no volví a coger un guante más en la vida. Colgué mi mascota Rauling avergonzado. Mi afición pasiva sólo duró lo que duró la vida de Valenzuela y aquel cuadro de Tommy Lasorda del Dodgers de Los Ángeles. De aquel cuadro recuerdo mi agonía de inning a inning porque el Toro se erigiera con la victoria, mi aflicción ante no poder reconocer su screwball a la distancia y la alegría de los jonrones de Pedro Guerrero.

Ahora que por casualidad he visto a los Dodgers una vez más en la postemporada ante los Phillies, sentí algo, una especie de emoción parecida a la de volver a encontrar a un amor perdido en la lejanía del tiempo y del recuerdo. Lo vi con mezcla de curiosidad y tratando de encontrar cómo había sido que el equipo que yo recordaba ya no existía, así, como se contempla a los viejos amigos nublados por los años. Sentí la angustia de tener las bases llenas, dos outs y al bat un toletero emergente, y sólo estar abajo en la pizarra por una carrera. Experimenté la decepción y el odio hacia el pitcher relevista que fue a la lomita a resolver el problema y salir airoso, sin carrera. Me acordé de esa agonía, de mi angustia beisbolera, pero ahora como parte de la historia de mis frustraciones. Por esa historia y aquel Dodgers de Lasorda busco el homenaje personal al único deporte que de verdad he sentido, del que he sido aficionado y al verlo puedo aún descifrar, gustoso, algunas de sus señales.

Comentarios

Anónimo dijo…
Baseball is the essence of all life in the universe.

El asere

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