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Enciclopedias







No pretendo hacer una apología de algo que se ha convertido en un fetiche: los libros idos y todo lo que sea una marca del tiempo. Sin embargo, las enciclopedias fueron para algunos verdaderas concentraciones de todo el conocimiento. Mi padre fue uno de ellos. Él creía en las enciclopedias. Nosotros nunca tuvimos las enciclopedia Britannica porque sencillamente mis padres no hablaban ninguna otra lengua y  mi madre en particular consideraba que hablar inglés era de muy mal gusto: bastaba con ver a todos los gringos sin clase que descendían de la Alta California a la Baja, a la nuestra, para comprobar que hablar inglés era sinónimo de incultura. Si hubiera que hablar una lengua tenía que ser el francés, no por nada su pueblo minero había sido fundado por los franceses, algunos de ellos todavía rondando por el mundo desértico Baja Californio. Al ser médico, mi padre creía en el conocimiento universal, en el conocimiento científico que podía ser localizado en libros y sobre todo en la enciclopedia. Aunque nunca tuvimos la Britannica de la que Borges presumía, tuvimos una versión condensada de la Espasa-Calpe, misma que le llenaba de orgullo por haberla comprado mucho antes de que sus hijos pudieran leer. Cada vez que tenía una duda por absurda que pareciera mi padre mi remitía a buscar el dato en la enciclopedia donde, decía, se concentraba todo el saber humano posible. La vez que me hizo esa revelación tendría yo unos diez años y me lo dijo para encender en mí, creo, esa necesidad de dominar todo el conocimiento del mundo y demostrarlo cada vez que fuera necesario. Yo, más por compromiso e imposición, la comencé a leer desde el tomo uno buscando información que me pareciera relevante. Creo que no pude pasar del primero. Mi madre me había dicho que todo conocimiento que no se memorizaba, al pie de la letra además, no servía para nada, por lo que decidí terminar mi labor de exploración privada debido a mi poca capacidad mnemotécnica.


La enciclopedia era un libro sagrado en mi casa. Mi padre la contemplaba como si quisiera encontrar en ella a Dios y como si hubiera que rendirle culto a sus páginas. Mi padre nunca leyó, o mejor dicho ojeó, otro libro que no fuera su enciclopedia Espasa-Calpe. Lo recuerdo mientras sus dedos finos le daban vuelta a las páginas como si las acariciara, como si cada página brillosa al contacto con la luz del foco tuviera en su superficie un misterio que había que desenterrar por medio táctiles y no visuales. Mi padre nunca creyó en las monografías escolares de la papelería; sólo en su enciclopedia, por lo que mis trabajos carecían de ilustraciones pero rebosaban en datos duros, particularidades, detalles exóticos. Cuando me veía usando su enciclopedia se le llenaba la cara de orgullo y al día siguiente me preguntaba si había obtenido un diez y le gustaba que le platicara la reacción de todos al enterarse que mi fuente poseía un torrente incontenible e inigualable de sabiduría. Al nadie haber podido superar mis datos, ese avance que me había querido brindar al comprar la enciclopedia se materializaba en su rostro, mi padre sentía que su misión como guía espiritual había sido cumplida.


Descubrí la Britannica en la secundaria, cuando vivía en el DF y asistía al Colegio La Salle. La vi por primera vez en casa de un amigo judío, cuyo hermano decían, era el tipo más inteligente que había puesto pie en el colegio.  Mi compañero no parecía ser parte de esa misma prosapia intelectual ya que era uno de los menos dotados para el razonamiento crítico del salón. Sin embargo, la Britannica, pensé, debía de haber jugado un rol muy importante para el desarrollo de su hermano. Recuerdo que esa monstruosidad de capacidad intelectual me llenó de envidia. Atribuí todo esa inteligencia de la que hablaban a la enciclopedia y al dominio de otra lengua que yo no conocía. Para mí, bajo el influjo de mi madre, el inglés no podía contener más que palabras impronunciables cuyos sonidos provenían de la entraña y no del corazón. Mi habilidad para articular la lengua era nula y gracias a la poca filia anglosajona de mis padres, ni siquiera recibía ayuda de nadie para remontar los 7 que sacaba en inglés, más por lástima de la maestra que porque reflejara mi desempeño en clase donde era yo el hazme reír. Mis notas en las demás clases eran de 10 mientras que en inglés no podía remontar un más allá de un 7. Sencillamente creí que el inglés debía ser la diferencia que me alejaba de ser el otro cuya inteligencia haría cimbrar la historia del colegio.


Así mientras más admiraba la inteligencia ajena más me recluía en tratar de remontar mi desventaja mediante el uso de la enciclopedia paterna. Así que gracias a la cercanía que el apartamento de mis padres tenía con la Casa del Libro pude descubrir que había una enciclopedia que traspasaba el número de ejemplares de la Britannica. Su uso era abierto. La primera vez que la contemplé iba yo con mi padre. Me reveló su gusto por poseerla pero la dificultad para tenerla en casa. Tenía más de cien tomos y cada tomo tenía más de 400 páginas. Era una mole de conocimiento. Pensé que esa podía ser el único mecanismo capaz de destronar al hermano de mi amigo judío. Quise tenerla. Me acerqué a ella como la misma fascinación que había visto en mi padre cada vez que me animaba a usarla. Durante todo el primer años de mi secundaria asistí asiduamente todos los fines de semana con pretexto de tarea a ver esa masa de conocimiento con lomos negros y tapas cafés. Llegaba por la mañana y me sentaba a inventar proyecto que descubrir. Leía nombres casi guiado por una determinación geográfica. Recuerdo que lo que más buscaba eran países. No sé todavía por qué.  Después de que dejé el primero de secundaria me olvidé de mi amigo judío y su hermano. El dolor del conocimiento se me fue hacia otros terrenos muchos más azarosos. Ahora que he oído el cierre de la Britannica siento un secreto júbilo, un alivio, una muerte reivindicadora de mi agonía puberta. Me siento liberado de ese fantasma que no podía entender a los 12 años y que me repetía que nunca llegaría a saber más porque mis padres nunca habían creído en los sajones.

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