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De ciertos mares: Los indomables, los otros

Pablo Carrington, el protagonista de los indomables, ha llegado al desierto de Baja California Sur hacia 1996 para reencontrarse con su padre, político al final de una carrera en el poder estatal y con su madre adicta al valium que le permite tener visiones piadosas. A lo largo de la estadía en el desierto Pablo se verá confrontado por sus propios fantasmas que se han materializado para buscar en su historia una épica que lo catapulte a un viaje interior. Con el último halo de poder de su padre, Pablo es nombrado Jefe de Literatura de un Instituto de Cultura sin presupuesto y sin misión. Este caos burocrático le permite emprender durante sus horas de trabajo  una escritura de tesis sobre la poesía de Becerra. En ese desierto la mezcla racial no se ha llevado a cabo, el valor del sexo y de la procreación se han entendido como un espacio donde el tabú es precisamente salir de él, y cualquier trasgresión debe ser castigada por aquellos que se alejaron para traer mujeres del interior de la república. Un interior que es visto por los lugareños con desprecio por ser descendiente emigrados de aldeas europeas con el afán de explotar minas y fundar misiones. De su heroica migración ya sólo quedan sus descendientes con apellidos que se repiten y vestigios de hornos y de iglesias.
Baja California Sur, o Sudcalifornia como nos gusta decirle, desde tiempos inmemorables ha sido un misterio y un abismo, reapropiando a Rimbaud un otro México.  El estudio de la parte Sur sobre todo, debajo de lo que llamamos el paralelo 28, justo abajo de Guerrero Negro,  yace, no un moridero de fantasmas, ni unos indígenas a los que no se les ha dado la tierra, sino un cementerio de cetáceos e incestuosos donde los personajes de los indomables claman y reclaman esa porción de tierra que les ha tocado por resistencia corporal, por puro aguante, por raza ancestral, por soportar el calor y perderse en una cura norteña y así domeñar la violencia que se transpira. Por eso Pablo pretende reconciliar su pasado con una nueva cultura recién experimentada en la capital del país. Después del rompimiento con el padre y su expulsión del paraíso priista Pablo trata de fragmentar su historia personal y doblegar la cortina de la choya que había imperado. Sin embargo la superioridad del magisterio, del trigo sobre el maíz como pondera Augusto Bermejo en la novela, de lo blanco frente a lo moreno, es prueba inequívoca de que los indomables no serán sometidos por extranjerismos ni mamadas shilangas, como vuelve a recalcar Bermejo al increpar a Pablo.
Los desiertos aparecen como no lugares que una vez recobrados vuelven a perderse, como carreteras que desembocan al mar, o como un conteo de espinas por un misionero alemán enloquecido de nombre Juan  Jacobo Beagert que escribe a los superiores jesuitas desistir de poblar esa tierra espuria, no sin antes dejar una descendencia que aún corre por el oasis de Mulegé.
La vida y sus circunstancias suelen ser eso: meros acomodos tectónicos que al cimbrarse acaban dando sentido a las motivaciones instantáneas. El amor que Pablo creyó realizado, por ejemplo, se revela como una serie de reacciones que según nos dice la biología sólo operan por afinidad. ¿Cómo se realiza esa afinidad? ¿Cómo determinar un gusto o una necesidad de conjunción? No había nadie más en la repartición y jugamos a entender el mundo por los principios mágicos en lugar de los corporales.
La literatura, la poesía concretamente, no fue para Pablo aquello que había creído ingenuamente. Kafka lo había entendido de mejor manera. Escribir se vuelve una arma que no conduce más que al suicidio, a la desventura, a la insatisfacción. Finalmente son fuentes de constante despliegue, no sólo de las ideas sino de la forma en que se presentan.
La literatura, creo, deviene en una descalificación constante que busca erigir monumentos solipsistas.
Antes de su encuentro desértico Pablo creía que a través de ella podíamos confrontarnos como seres humanos para ventilar toda la mierda que había en nuestro interior, que era una especie de purgante para respirar un poco, un no darse por muerto al primer impulso de fragmentar el orden moral. La realidad del escritor es un enigma, es un koan: ¿si el escritor escribe pero no hay lector hay todavía un escritor? Escribir entonces sólo es una función reflexiva. Si escribo y me leo ya existo pero si no me leo, si evito leer lo que he escrito no podré cobrar forma, no tendré el sentido que la lectura demanda, sólo porque la escondo y con ella escondo mi incapacidad para venturarme en los subterfugios del significado. Por eso la literatura no es más un postura ideológica, un resabio de realidad escritural que pretende desentenderse de todo aquella que se lee. Confieso que me gusta mucho más leer que escribir. Leer lo que otros han escrito es redefinir mi incapacidad para escribir aquello que no se ha escrito. Escribir por otro lado, es un sensación de vacío, es un perder el tiempo de una manera que nunca se entiende. Escribir no es nada más que mera pretensión social. Es una acto de presunción per se por el que alguien debe ser destrozado, expuesto, fusilado. El atrevimiento a soltarse la lengua debe ser castigado mediante una sanción ejemplar, la mayor de ellas es el desprecio y el mejor castigo aún el silencio del lector. Mediante el silencio el escritor no existe, el koan no se resuelve y sólo queda una meditación del acto de escribir, un vacío: Mu que se antoja perdidizo, o un desierto en que habitar es pensar que nunca pasó nada.  
Los indomables surgieron porque las circunstancias se dedicaron a multiplicarse absurdas. En cierta medida es el recuento de aquello que imagino pudo haber pasado, de aquello que se me perdía ya en la memoria, de un desierto al que me siento profundamente ligado. En el verano del 2009 me encontré en París con un gran amigo que asistía a la facultad en los años noventa. El silencio en que habíamos caído y las decisiones personales nos llevaron por caminos diferentes. Una vez reencontrados lo puse al tanto de mis últimos andanzas y de cómo había tenido que abandonar la península, o mejor cómo la península me había expulsado. Entonces fue que encontré el germen de esta novela, que es como otra piel que me pongo para llenar el tiempo, en otro desierto que se escurre humano, seco y arenoso. Los indomables son un afán de salir y entender el aislamiento, de recorrer una casi ínsula que Sancho ha perdido porque nunca pudo llegar a ella. Los indomables no se han ido y todos los tenemos presentes. Los invito a reconocerlos.

Raúl Carrillo Arciniega


Charleston, Carolina del Sur, a 29 de febrero del 2012.

Comentarios

rossyto21 dijo…
Interesante Raúl. Me parece que habrá que leerlo. Parece que encontraré cierta afinidad con el pensar y sentir del protagonista.

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