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Historias encontradas

Crecer dentro del México de los sesenta era experimentar una serie de infortunios con los que las nuevas generaciones ya no cuentan. Para B. y para mí, ir al cine aún significa salir de paseo, entregarnos a una diversión que tendría que coronarse con alguna degustación de un postre al salir o cuando menos tratar de encontrar lo especial del día en que fuimos llevados al cine. Recuerdo la primera de las películas que fui a ver a un cine que semejaba un castillo en la colonia del Valle. Fui con la sirvienta y el chofer, ellos en clara salida romántica y yo como buen hijo de la servidumbre. El cine estaba adornado con motivos de Disney y sus personajes; era muy común llegar antes de que empezara la película para salir corriendo hacia el frente de la pantalla a tirar patadas voladoras o tratar de golpear a un niño menor que tú. Lo hice durante todas la incursiones al cine y creo que nunca salí golpeado o al borde del llanto. Recuerdo también haber visto en ese cine “El libro de la selva”, “Bambi” y “Dumbo”.

“El libro de la selva” no me gustó, nunca entendí lo que pasaba y no era admirador de la voz de Tin Tán como para que todo aquello me cautivara; con “Bambi” lloré porque su madre muere y lo deja solo en el mundo y yo iba con la sirvienta. En la época de Dumbo fui objeto de burlas y escarnio de mis compañeros de primaria por orejón, por lo que nunca me pude sobreponer a tener las orejas grandes y no poder volar. Ahora existe una inmensa posibilidad para que los niños satisfagan su deseo de ver la misma historia en diferentes escenarios, desde el fondo del mar, pasando por el desierto, el polo norte, hasta el espacio sideral. Animales de todas las especies generados por computadora (aunque los pingüinos han cautivado los corazones de los angelitos) articulan lenguajes que suenan crípticos, distantes y sofisticados porque, al mismo tiempo, tratan de cautivar al padre que se tiene que chutar sus contenidos para compartir un día en familia.

Los niños de hoy, además, cuentan con sistemas caseros de reproducción que les dan la posibilidad de poseer la misma historia en toda sus manifestaciones posibles. La tecnología, por si fuera poco, les brinda la oportunidad de que la definición de la imagen cada día sea más nítida hasta llegar a poderle ver las arrugas a Shrek, ahora que se ha puesto más viejo. Los niños cuentan con una filmoteca bastante sustancial que los hace consumidores de las mismas películas una y otra vez. Como padre moderno no puedes resistir hacer comparaciones de lo que fue tu infancia (miserable por cierto), y lo bien que se la pasan tus hijos con todo aquello que te hubiera gustado consumir, pero sobre todo por tener un padre tan a toda madre como uno. En cierta medida la filmoteca de tus hijos es la muestra de todo un sin número de desesperanzas que te llevaron a enfrentar al mundo tal como eres pero con más inseguridades. Mis hijas, por ejemplo, emplean horas en discutir qué película verán y uno de los argumentos más convincentes es el que no la han visto en mucho tiempo (léase dos semanas). Este tiempo, para ellas infinito, las confronta con algunos olvidos de las partes sin importancias de la trama y de las secuencias en las que se muestran los personajes como seres menesterosos o sin contenido de aventura. Hace unos días fui juez de la dictaminación de una película; el método que emplearon para desatar el enredo fue que el azar dejara caer su poder providencial, yo sólo fungí para validar a la ganadora y tratar de contener todo conato de bronca en caso de que hubiera. En esa ocasión “Rataouille” quedó eliminada en favor de “The Incredibles”. Como estaba ahí para ser testigo y nada mejor que hacer me tiré en el sillón a ver, o mejor, a dormir mientras veía la secuencia inicial que ya había olvidado. A los pocos segundos la recordé y no pude dejar de pensar en toda la influencia de Watchmen, pero en especial en cómo la historia se repetía y mis hijas volvían a hundirse en su narración para ver a una familia de héroes venida a menos y presa de un aparataje capitalista donde los héroes no tenían cabida, para después descubrir que en realidad son indispensables para la paz y la justicia del mundo. Dormí durante buena parte de la película, y fui víctima del reproche de mis hijas por no haber visto con ellas por enésima ocasión la misma película.

Me sentí como mi padre; por espacio de una hora y media me convertí en él, aterrado me vi como si fuera él. La película en la que actuaba era la misma, un padre dormido frente al televisor mientras el hijo se ensimisma en una narración de aventuras que el padre ya ha visto y no quiere volver a ver. Todo aquel sentimiento de pretender ser siempre mejor que mi padre, aunque sea en vida familiar, se me resbaló y no pude dejar de sentir vergüenza por pensar que mis hijas tenían una disfunción autista por querer ver la misma historia todo el tiempo. La película es la misma siempre, sólo cambian las facciones y parece que el que no se aburre es aquel que la termina toda con un sentimiento de autocomplacencia; es el que puede buscar en la misma narración algo que valga la pena para no quitarle los ojos de encima. No creo que ellas algún día se duerman, les gusta ver cómo los buenos siempre triunfan.

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