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Tiempos violentos o
Pulp non-fiction


En un espíritu más bien analítico quiero ventilar algunas reflexiones para estos tiempos violentos. Siempre había tratado de mantenerme al margen de lo que se conoce como “la política” y de todos sus lugares comunes que de alguna manera, más bien indirectamente, me formaron, o mejor dicho deformaron. Cuando tenía 17 años, y más como proceso verificador de mi identidad, me enrolé a las Juventudes Revolucionarias. Mi padre, en aquel entonces, flamante Secretario General de Gobierno del Estado de Baja California Sur me invitó a que me uniera a lo que el llama “El Partido” como un proceso natural del único hijo varón que había tenido. En ese sentido, se entiende que la política debía ser una actividad masculina. Fui un poco para darle gusto a mi padre y feliz de que por primera vez en su vida mi progenitor tuviera una encomienda dentro del proceso de masculinidad de su vástago. La credencial con fotografía tamaño infantil la ostentaba como prueba inequívoca de mi compromiso con el quehacer y destinos de México, además que con ella pretendía dar alguno que otro charolazo al más puro estilo de “El partido”. Años más tarde una vez que rechacé mi destino de estadista y jerarca de los subterfugios de “El partido” por mi bien intencionada afición literaria, en franco homenaje a mi padre y más para reivindicar la culpa de haberlo defraudado, consagré mis esfuerzos a una serie de estudios sobre las meditaciones del poder y sus avatares. Con estos trabajos pretendí descubrir una teoría que me ayudara a encontrar dentro de aquel mundo de “El partido” los movimientos con los que el poder se detentaba. Escribí tres ensayos que he ido publicándolos como estudios independientes en varias revistas especializadas de literatura: uno sobre El Señor Presidente de Asturias, otro sobre El Gesticulador de Usigli y el último sobre La sombra del Caudillo de Guzmán. En ellos hablo de lo que es “El discurso del poder” y cómo sus manifestaciones se producen para seguir más un discurso y una conducta que una teoría política o un sistema que no sea el que se ha dado en llamar dictadura o ahora “Crony Capitalism”. Así, el cambio que se genera en el personaje que detenta el poder, en realidad, lo que detenta es el discurso de su propia articulación. Lyotard habla de esto en su pequeño libro sobre la postmodernidad y presenta la fragmentación de dichos discurso sobre todo en su carácter de verdad (para muestra basta con todo lo que ahora nos ha dejado Baby Bush y que Súper Obama de seguro no arreglará porque esto ya no tiene compostura alguna).


Al ser portadores de un discurso heredado de una España corrupta y materializado en sus colonias, los políticos latinoamericanos han vertido su entreguismo histórico y han repetido un discurso que los ha puesto dentro de una posición, ya a estas alturas, risiblemente trágica. Desde Calderón hasta su contraparte Chávez dan espectáculos mediáticos en donde sólo muestran la realización de un discurso del poder resquebrajado, claramente vinculado con sectores que explotan, amenazan, sabotean, roban y finalmente, matan. En México la violencia ha tenido una escalada escandalosa que refleja esta ruptura tanto del discurso del poder como una fragmentación en todos los órdenes institucionales. La supuesta lucha contra el narco que dice el gobierno sostener es bien sabida que no es real, que sólo es mediática, porque sencillamente el narco está mejor equipado y entrenado que nuestras fuerzas militares, amén de que sus percepciones son mucho más jugosas y exploran en el individuo un gozo mórbido para reafirmar un poder físico. Finalmente la violencia siempre gana.


Lo que sorprende sobre manera es la inintelección del discurso que se articula dentro y fuera de las zonas de poder y la ausencia de una crítica real, que no suene a parodia, a las búsqueda de las mismas prebendas, a conservar espacios para poder articular el mismo discurso y repetir ese mismo discurso. Hace algunos años cuando el país se “abrió” a la democracia oí una frase de Aguilar Camín que decía “lo que pasa con la oposición es que le tiene envidia al PRI”. En efecto, esta envidia que ha tenido la oposición se manifiesta por no ser ellos aquellos que practican la estafa, la prebenda, el clientelismo, la demagogia, y sobre todo, el entreguismo hacia aquellos que los puedan enriquecer en un corto plazo, finalmente el sexenio sólo dura seis miserables años. Siguiendo este razonamiento muy esclarecedor de Aguilar Camín, la crítica real no puede emanar desde ningún territorio político o algún partido político.
En México la masculinidad y el miedo a perderla han reducido el trabajo crítico serio porque el hombre mismo vive inmerso dentro de un sistema que busca violentar para sacar partido. El hombre mexicano no ha entendido que se roba a sí mismo, que se desestabiliza a sí mismo, que se coge a sí mismo y que dentro de esta orgía homosexual pletórica sólo se contempla y vale si demuestra ser más listo que sus pares, sólo si consigue el bien deseado sin presentar un trabajo de por medio que lo respalde. Este comportamiento dentro de la tradición literaria hispánica es la figura del “pícaro”, personaje de poca escuela que busca enrolarse dentro de un sociedad discursiva a la que imita sólo en apariencia y gracias a su nivel imitativo su pertenencia se solidifica, porque lo importante siempre ha sido salir bien en la foto. Casos de esta naturaleza se encuentran en todos los gobiernos panista, priísta y perredista.


El problema de México, y por extensión fácilmente aplicable a toda Latinoamérica, es la ausencia de un modelo que responda históricamente a las necesidades de sus mayorías, nunca de sus minorías. Y vuelvo una vez más al problema de la crítica real, y de alzar la voz para ventilarla, ¿quién hace crítica real en México? Debido a esta necesidad masculina de control del capital para reafirmar su sexo expuesto y aliviar el temor que experimenta porque algún día amanezca capado, la crítica real se realiza desde el territorio más marginado de la sociedad mexicana: la mujer. Es ella quien debido a su posición de espectadora ha podido evaluar el comportamiento de una sociedad masculina que ha terminado por comerse a sí mismo y contemplarse culturalmente con un narcisismo radical. El poder que pretende adquirir es sólo un medio para hacerlo poseedor de los bienes y placeres que provoquen la admiración de sus propios cuates: niñas adolescentes, evasión de impuestos, impunidad, alcohol y droga al por mayor.



Dentro de este paraíso radicalizado el mundo de la masculinidad se consume a sí mismo y no es extraño que las neuronas se les hayan acabado. Su necesidad de placer y de poder les ha anquilosado de una manera ejemplar su proceso mental. Bajo este esquema en donde el hombre ha decidido silenciarse (si no persigue conseguir lo mismo de aquellos que detentan el poder), la mujer es la única capaz de alzar su voz para denunciar no sólo desde un espacio subjetivo, sino desde una crítica construida con teoría, información, nombres y apellidos. Los nombres en México son: Lydia Cacho, Carmen Aristegui y Denise Dresser, sólo por mencionar a las más audaces que literalmente se están jugando la vida. Estas mujeres han tenido que alzar la voz para pronunciar, como lo vende las revista Proyecto Índigo “el discurso que casi todos quisieran decir”. Desde que mi generación se ha dado cuenta de su espacio en el mundo actual (el subempleo), hemos vivido en una crisis económica continuada y un lapso de embustes que nos llevaron a creer que finalmente habíamos salido del subdesarrollo para descubrir que no era cierto, que Salinas se robó hasta la partida secreta. El discurso de Dresser presenta la novedad de dar un panorama histórico con fundamento académico de por qué México sigue atrapado en esta espiral de fracaso tras fracaso y denunciar con nombres y apellidos los monopolios y el capitalismo de cuates (esa familia que mi padre solía llamar como la Gran Familia Revolucionaria).

Lo que ha hecho Dresser es una gran innovación dentro del panorama político mexicano: culpa a los gobiernos del fracaso de México pero apela a algo que tal vez haya pasado inadvertido: una moral y una ética. Esto es lo que estas mujeres tienen en común: una moral y una ética con la que se denuncia aquello que es aborrecible como estructura social, apelan al bien común, a un bien como sociedad y le hablan a los políticos como si estos en verdad pudieran usar su raciocinio y estuvieran conscientes de su posición como representantes de un país.


Mi padre fue senador de la república en dos ocasiones. Cuando en su segunda campaña le pregunté por qué hacía promesas que no estaba en posición de cumplir (como llevar agua entubada a una colonia popular), me dijo con tono sarcástico “porque si no, los cabrones no votan por mí”. Para ser político en México se necesita más que el simple cinismo. Mi padre repetía como para justificar su posición de no haber podido avanzar más la famosa frase de Jorge Hank González “un político pobre es un pobre político”. Es precisamente que en aras de la construcción del político como discurso es preciso hacer alguna otra cosa adicional que leer a Maquiavelo o a Sun Tzu. Asociarse con el narco y los industriales de gustos sexuales excéntricos es la solución más a la mano para cubrir esa deficiencia inherente a todo político. En ese entendido la propuesta ética que destacan estas mujeres es una resolución irreconciliable. El discurso del poder nunca ha presentado ningún caso de alta moralidad. Es irreconciliable pero absolutamente necesario si no queremos que nuestro destino se pierda en un mar de violencia por ver quién es el más fuerte y así el más pendejo. Espero que no se cansen de repetirlo y denunciarlo.

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