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La invención de los talentos


La sanidad del cuerpo en la que me empeñado sólo por no perecer a manos del olvido ha sido una farsa. Cuido de mí para nada, para no tener que concurrir al médico en este país al que vine porque no tenía nada mejor en qué ocupar mi tiempo y mis esfuerzos. Soy aparentemente sano, me he dedicado los ratos libres a ejercitar el cuerpo para liberar la neurosis de sentirme atrapado: he tratado de moverme más de lo acostumbrado. En ocasiones es molesto. No me queda energía para pensar en lo que me gustaría decir, en escribir esto, algo así como un archivo testimonial de mis días en lo que no pasa nada.

Ese es el problema: la soberbia es uno de los grandes pecados capitales. Me preocupa en demasía tratar de verter situaciones que tengan algún valor estético, alguna conceptualización críptica, y no he llegado a ningún lado. El tiempo sigue pasando y cada más me acerco a lo que el mundo teme, me acerco al final de la construcción de la vida por la que muchos mueren. Estoy aquí sentado hablando de lo que no conozco y fingiendo conocerlo todo, pecando de soberbia a diario. Quería hablar un poco de mí por no tener otra cosa que hacer, una situación que domine mejor o que desconozca más.


Sin embargo, aquí estoy, en otro lado del mundo, del tiempo mexicano y de sus latitudes, sintiéndome especial, esperando a que algo ocurra en mi mente o en mis días para poder sacar desde dentro un número de buenos episodios que contar. Se me ocurre que podría hablar de que cuando veo películas en donde el protagonista es un escritor o que leo biografías de escritores, la mayoría de las veces estoy al pendiente de la edad en la que comenzaron a escribir genialidades para convertirse en una revolución dentro del terreno de literatura. Es cuando, tristemente, descubro que aún no he publicado nada en forma de algo que merezca algo en forma de algo; es decir, que sigo siendo tan inédito como siempre imaginé serlo. Cuando leo en las solapas de los libros la ficha biográfica de los escritores trato de compararla con mis pasos para saber que, aunque sea por imitación, estoy siguiendo el mismo camino que siguieron aquellos a quien admiro o creo admirar –por fortuna mis admiraciones han cambiado a lo largo del tiempo. Entonces me mortifico porque los descubro mucho más jóvenes que yo ya dentro del medio, que le llaman, y publicando novelas a los digamos 19 años. Esto significa que ya no podré ser algo así como aquellos agraciados que tuvieron todos los mecanismos disponibles para ser fenómenos literarios y tratar de polemizar o escandalizar a los que tan amablemente han leído (¿será?) la obra de quienes premian y reeditan. De entrada ya no podré poner, o mejor dicho los editores ya no podrán poner en la solapa de mis futuros libros “publicó su primer libro a muy temprana edad conquistando a la crítica de manera contundente”. Esto querrá decir que las posibilidades de marketing de mi personalidad y currículo se verán altamente menguados y que los publicistas tendrán que articular un nuevo mecanismo para vender mis libros, que aun no escribo pero que espero en dios escribir. Así, la fama que pude haber adquirido con unos buenos contactos se me han ido porque no tuve la inquietud temprana de la literatura. No es que no lo haya tenido, sino que no tuve la dirección necesaria para quemarme más rápidamente que ahora.

El problema también por el cual no llegué a decidirme por la literatura es que mis intereses iban más por el lado de la vena metafísica, algo así como más apego hacia la filosofía que hacia la propia literatura, es decir, más a una construcción de las ideas que una construcción de anécdotas, situaciones y tramas. La prueba de este acto fallido mío es que el teatro no lo soporto; me disgusta demasiado ver cómo unos tipos se montan en un escenario y empiezan a inventarse diálogos prefabricados; además, me molesta sobremanera que esperen que uno se trague todos los escenarios que montan detrás, y que no contentos con todo ese tinglado, utilicen luces de colores con significados intercambiables, y si son trascendentales más. No tolero que un árbol esté dibujado por unas manos torpes o que yo imagine un sauce y me obliguen a ver allí a un roble cuando creo que el sauce le va mejor a la trama. Es decir, me enerva la manipulación de la imaginación y la imposición de las famosas “lecturas” de los directores que creen que todo si se cambia resulta ser su propia escenificación del texto y que varía siempre del original. Aquellos que disfrutan de este arte supuesto, me los imagino tan faltos de criterio y sin ninguna capacidad de concebir un árbol diferente que el de cartón que tienen enfrente. Por eso, creo, no me vi envuelto en una temprana literatura, tal vez sí en una temprana poesía pero como recurso de conquista femenina, como recurso en la conquista.

Confieso, como lo dije endenantes, que me gustaba más resolver problemas sobre la existencia y el por qué del origen que el terreno de la literatura en donde los cuestionamientos se resolvían a partir o se desprendían de anécdotas. Cuando me enfrentaba a respuestas que requerían de una exégesis más elaborada a partir de, por ejemplo, las Sagradas Escrituras, me enfrentaba a un problema de método y de interpretación. El caso concreto fueron las parábolas, pequeños cuentitos en los que venían inscritos unas enseñanzas que había que leerse desde otra perspectiva, y que si no lo hacías, quedabas del lado de los que no pudieron ser salvados por su falta de algo, ya fuera una conexión cerebral o una posesión satánica repentina. Recuerdo la parábola famosísima de aquellos tres a los que se les fue entregados unos llamados “talentos”de parte de dios, diez según mis últimas investigaciones. Creo que uno los gastó por ahí en diversiones efímeras, otro lo enterró para devolver lo que no era suyo y el más aguzado –siempre el que resultará el ejemplo lo sitúan al final—lo invirtió en acciones prometedoras; para mi alma impía esto no era más que una excelente lección de economía “tendiente” a destacar las virtudes del capitalismo y el arriesgue de dinero que no te pertenece: en pocas palabras jugar con la riqueza ajena. No entendía para qué había que enriquecer a quien ya lo tiene todo. La postura que mejor me parecía era la de aquel que lo enterró y lo devolvió a la hora que el dueño lo requirió. Creo que aquel que no tuvo perdón, y que incluso sufrió acción penal en su contra, fue aquel que se lo gastó todo en putas. Yo hasta la fecha no dejo de ver más que una lección de economía capitalista en donde el carpe diem no existe, en donde el goce no hermana con el préstamo y en donde el ahorro no está bien visto tampoco dado que no conduce a ningún lado: ni al diablo ni a dios.


Esta famosa fabulita o parábola nunca me quedó clara, desde el hecho de que inicia confundiendo por mostrar la palabra “talentos” con un efecto bastante tendencioso hacia la interpretación; al grado de decir que las monedas no eran monedas sino talentos o atributos que el dios en cuestión otorgaba en una especie de examen de conducta para ver quién lo hacía como dios mandaba, literal-literal. Así que la ambigüedad que en un momento dado puede ser la clave que atraiga a las doncellas, la mayor de las veces, a los terrenos de dudosa virilidad, como lo es la literatura, nunca fue una de las aficiones más arraigadas en mi mocedad, esa en la que perdí la oportunidad de convertirme en un fenómeno, aunque fuera literario.
Ahora me siento más atraído por los desvaríos lingüísticos que lejos de entretener aburren en demasía a las mismas doncellas que se acercan con ánimos de encontrar príncipes y demás objetos que sus vidas llenas de celulitis y de dietas nunca consiguen. Esta atracción que experimento me lanza constantemente hacia una búsqueda de la idea, como se diría mamonamente, y lo que encuentro es altamente desolador. Así me he quedado con las ideas y las ideas a veces se quedan conmigo para dar una vuelta y recordarme que la ficción sólo lleva a puras ideas. Y es que de repente me encuentro contra la pared de la idea escupiendo palabras por el sólo placer de equivocar mi escritura, por el sólo placer de encontrarme frente a lo que era y lo que podía ser antes de que fuera idea y si una vez que la escriba tomara la forma de otra cosa. Lo que esperaba ser cuando era menor, cuando era más joven, ha tenido que esperar algún tiempo. Esperaba que me despabilara, que las situaciones no fueran como antes y que de esa parte del mundo saliera alguna otra cosa que comunicara. A veces he pensado en cualquier cosa, en una nada, en una bañista o en un lamento largo que no se pueda retener. En una asfixia, en una mentira que queda por decir o en un secreto que nunca llegue a salir de los labios; lo malo de esto es que acabo hablando de lo que he hecho y sería dejar de tener un poco de discreción en los actos que van llenando mi vida. Hacer públicos los desvaríos de alguien que sólo trata de encontrar lo que sea dentro del lenguaje. Trato de encontrar, precisamente en esta lengua que me fue dada por mi madre, las mutilaciones, los desvelos, los seres inexistentes dentro de la realidad que no es tal, dentro de la realidad que es lenguaje, dentro de mí que soy palabras inconexas que naufragan de un lado a otro envidiando la fortuna de aquellos a los que no les atormenta tener algo que decir, de aquellos que si no tienen nada que decir, se lo inventan todo.

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