
Los buenos burgueses o ratos de ocio
A José Escobar
en sus últimas quijotadas
en sus últimas quijotadas
Vebblem en su ya clásico libro The Theory of the Leisure Class habla de la organización de la clase aristócrata. En el libro se comenta cómo esta estructura social posibilitaba el desarrollo de una estética definida, con alto valores espirituales. El Rey, como es sabido, es nombrado por Dios para gobernar y proteger a quienes explota para subsistir a sus costillas. Dios nombra a su representante en la tierra para que, a través de una estructura paralela, el Rey cuide de su grey, masa amorfa sin facultad de gobierno. Al no tener nada que hacer y el tiempo para pensar, la aristocracia busca maneras de justificar su dominación y su ejercicio a través de la fuerza.
Estos ladrones de marca han operado desde siempre de la misma manera. Bajo la anuencia de cualquier Dios, invaden, saquean y violan, para después volver a vender la posibilidad de permanencia en el mismo lugar de los despojados a cambio de un tributo. Este carácter predador de unos cuantos ha permitido que haya algún tipo de ideales humanos espirituales. El Cid, mercenario del rey, representa para la cultura un alto valor espiritual: lealtad, fuerza, conquista y engrandecimiento de su señor a quien le debe su fortuna y su deshonor. El valor del honor nos lleva hacia una código de conducta que busca la pertenencia hacia un determinado grupo. Es un héroe que recuerda el poder del rey y la total sumisión a ciertos comportamientos o valores.
Bajo esta estructura social nació una profesionalización de la actividad artística. En lengua castellana, bajo el dominio de una estructura social monárquica, es decir, de “señoritos”, se generó, entre los siglos XVI y XVII, el esplendor de literatura. Nombres como Cervantes, Góngora, Quevedo se fueron inventando y grabando dentro de la tradición literaria. Cervantes creó un personaje que rebasó el libro desde el cual se conformó como entidad. Un héroe cómico que encarnaba unos ideales en desuso; un personaje que no era más que eso: una invención que nos mostraba un mundo y nos ponía a la defensiva para no caer en otro similar al del personaje, pese a que era uno ridículo y en desuso. “Al mirarnos uno al otro --como bien apunta Bajtin-- dos mundo distintos se reflejan en nuestras pupilas.” Don Quijote cobró vida fuera de las páginas para ser mostrado como emblema de un mundo inimaginable, que busca subvertir el orden impuesto por la traición aristocrática. Toma el poder del libro para prohibirnos la creencia en aquellos que son extraños, en historias inventadas, y sobre todo, no confundir un mundo real con uno imaginario.
Sin embargo, la pregunta acerca del contenido del mundo nos lleva a preguntarnos qué es aquello que diferencia un mundo real de uno inexistente. Los libros autorizados por aquellos que ejercen el poder fijan una visión de éste, un código de conducta, y hasta una forma de represtarlo mentalmente. Dentro de esta represtanción, el lenguaje es el único que demarca y brinda fisonomía a las relaciones entre los individuos. Así como años anteriores habría de apuntar pensadores y poetas, el mundo es y está en el lenguaje. El lenguaje y la percepción de ese mundo por el individuo desde su particularidad lo construyen y redefinen. De ese modo, la creación verbal de un personaje puede incidir dentro del terreno de la vida contidiana y hasta determinar su propio aspecto y un significado específico. El Cid, El Quijote, Remi, y Jesucristo, por hablar de los que más me han determinado, han sido invenciones lingüísticas, algunos con algún soporte histórico de por medio (esto entendido como documentos que hayan probado su existencia), pero siempre con base en un documento que se pueda comprobar, ser cotejado. El mundo imaginado por Cervantes no dista mucho del mundo imaginado por la iglesia crisitiana. Ambos universos han sido instalados en otro tiempo y en otro espacio inhabitable por definición: el Quijote sólo puede existir dentro de la narración del Quijote y Jesucristo sin los Evangelios no podría llegar a considerarse un personaje de ficción.
Mientras que Jesús de Nazareth es eregido como verdad absoluta por los autores y censores de la imaginación, don Quijote queda reducido a una obra de ficción cuyo culto no sería bien visto, o incluso, si hubiera una secta de, digamos, los Adoradores Quijotescos sería considerada de poca monta, dada la percepción del común de los individuos de confundir realidad con imaginación. Esto es, considerar como cierto aquello en lo que la mayoría proclama como verdad, sin saber que el lenguaje construye y destruye por igual.
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