
Wanted
Buscar es un verbo que lleva consigo una salvedad escalofriante. “Se busca” rezaban los anuncios de las películas de vaqueros que vi muy pocas veces. “Se busca” era la consigna, a aquel que se buscaba veía con asombro y autocontemplación su retrato. Después se mostraban una serie de persecuciones de aquello que buscaban al que aparecía en el retrato. Por supuesto que aquellos que buscaban eran representantes de un poder justiciero, positivo, encarnados la mayoría de las veces por algún cherife o un vengador anónimo tipo Bronson. Decía que buscar tiene la salvedad o el riesgo, por otro lado, de no encontrar. Buscar y encontrar aparecen como un binomio de causa y efecto. Se supone que cuando se está buscando el objetivo final es encontrar, algunos más místicos diría el encontrarse. Mucho de mi vida he creído estar del lado de los buscadores, de aquellos que, en representación de un poder absoluto, buscan algo valioso. Con mi juventud al hombro me encuentro buscando algo que no he podido encontrar, algo que se me escapa porque no tengo la foto clara en donde se anuncia qué es lo que hay que buscar. Así buscando llegué a Tenesí sin saber siquiera si aquello que ando buscando está cerca o si lo dejé en alguna otra geografía antes vista o hasta imaginada. He tenido que segmentar mi universo para creer que mi búsqueda tiene algún sentido. Aún no he podido crear una metáfora que me inunde en ella misma, que me ahogue en ella. Llegué tarde históricamente para creer que un tesoro me esperaba al final del hoyo, de la mina: nací en la geografía fragmentada de un sueño dorado. El oro ya había sido saqueado hace 500 años y mi espíritu dejó de hablar con los antepasados que no encuentro ni reconozco en los rostros de quienes danzan invocando un terreno que se les fue: eso es nuestra conjunción. Nacimos sin creer que Dios había dispuesto las cosas así, sin la esperanza de que habrá redención en otra parte como para conquistar más territorios que no nos pertenecen, porque nada de lo que vemos ha sido nuestro nunca, ni Dios, el humilde ha estado con nosotros.
Lo cierto es que empecé a buscar pensando en que me faltaba algo para llenar eso que había perdido en el correr de los años –31, 500, o más--. El problema surgió cuando la certeza de pensar que había perdido algo se convirtió en duda. Dudé, en su momento, que hubiera perdido algo, sencillamente porque nadie puede perder lo que no tiene. Entonces me percaté que lo mío era una especie de confusión metafísica absolutamente irracional. Sentí que buscaba algo que me hacía falta y que me haría llenar todos los vacíos que experimentaba. Descubrí que lo que tenía que llenar era un espacio vacío, un espacio que por definición resultaba improbable: no puede existir ningún espacio vacío porque entonces tendría que estar lleno de nada: ese espacio entonces no existía, era un lugar imposible, inimaginable y hasta insensato. Mi vacío, desde el punto de vista de la lógica, no era real; es decir, mi preocupación adolecía de un problema fundamental al tiempo que elemental de la lógica: no existía. Mi competencia para llenar eso no estaba siquiera planteada porque no había tal. Es, trato de descubrir, como querer caminar sin tierra, como dar un paso en el aire y además estar absolutamente convencido de que la gravedad es una patraña física de un discurso dominante que busca someter mi espíritu libre al devenir del tiempo.
Sin embargo, esa búsqueda menos reflexiva ahora no ha cesado. Sigo buscando algo que no he de encontrar jamás, es como estar seguro de que existe un secreto que no existe pero que al imaginarlo puede revelar una mentira que estamos dispuestos a imaginar.
Buscar ya no posee, en mi universo digamos cognitivo, una oposición-finalidad que es el encontrar. Imagino que debo buscar algo. Sé también que no encontraré nada, y es cuando la mentira se me cae al suelo y desespero. Es cuando recuerdo que no hay nada debajo de mí, cuando me angustio y tomo la pluma, todavía, como último recurso y vuelvo otra vez a plantearme una búsqueda, tal vez menos apasionada, tal vez menos vital, debería decir menos grandilocuente, menos metafísica. El problema es que cuando más la pienso de esa manera menos me conmueve, menos me domina, menos me seduce. Tal vez porque dentro de esa falacia mental que trato de deformar y desmenuzar está mi cuerpo que me acompaña todos los días. Un cuerpo que a veces me gusta y otros días repugno. Tal vez porque las ideas a veces me embelesan y otras me ultiman. Descubro cómo el lenguaje, mi lenguaje, mi sistema, mi vida y mi entorno, me devuelven al mito de la creación: me creo independiente, absolutamente fuerte, sin ningún complejo, sin nadie que pueda siquiera rozarme y no es así: me desplomo como si todo el peso del mundo me arrojara hacia el centro de algo, de la tierra y de mi antípoda: así ante el espejo me descubro cada día mutable, mudable, en construcción, contrahecho con una voz de la que salen peces inmensamente hermoso.
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