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En el país de los sueños






Me refería antes a las historias que se pueden imaginar u oír desbalagadas y que no tienen o no tendrían por qué tener correlato en la existencia llamada real. Oí por ejemplo una vez que esto, los Estados Unidos, es visto como el espacio en donde los sueños se vuelven realidad. Por sueños me refiero a los que se construyen cuando el dinero se erige de por medio. Oí de albañiles que ahora construyen un mundo hecho de tablarroca y madera; de mujeres que trapean los pisos de lo que ellas consideran restaurantes de lujo. He tratado, confieso que sólo en la imaginación, de captar su esencia o lo que yo creo que es su esencia. Me siento desautorizado para echarles a perder el banquete de su mesa. Pienso que mis inconsistencias no tendrían por qué ser las suyas, aunque al mismo tiempo siento que sólo por mi deseo puedo llegar a especular lo que tengo debajo. La situación se muestra a todos los niveles: desde educación alta hasta la más ínfima.
Perseguir un sueño en este mundo moderno tiene que ver más con la posición adquisitiva en la que se encuentre el individuo, lo que recibe o la fama que le traiga aparejada el dinero. Esta es una situación típica que se oye por todos los lugares en dónde el espíritu es lo que se pondera. No quiero decir que yo estoy absolutamente sustraído de ese problema, o de ese sino por vivir dentro de un mundo que pondera y degenera lo que se dice que debería de ser el comportamiento del individuo. Por ejemplo me he molestado con Berenice por lo egoísta que puedo ser cuando no pienso en la familia que tengo antes que pesar en las necesidades que se tiene. Esta acusación no es del todo errada aunque tampoco del todo cierta. Las cosas se perciben siempre distintas desde los ángulos que se vean aunque las intenciones sean enteramente otras, esas casi nunca importan, tal vez ni siquiera sean atenuantes. Decir por ejemplo que no soy egoísta es decir lo mismo que no siento frío aunque el termómetro diga lo contrario; si creo no serlo es porque dentro de mi esquema valorativo considero que no lo soy del todo, que comparto tanto mi tiempo como lo que pueda o no tener. Decir que no siento ser el egoísta del que se me acusa equivale a decir que no poseo la misma opinión de lo que se debe ser para considerar a alguien un egoísta. El problema entonces viene determinado por lo que se considera egoísta y lo que el egoísmo puede ocasionar en el otro: soy un texto que se abre para que sea leído o no por su ausencia o su presencia; decir que soy egoísta es argumentar que no tengo respeto por el otro, que lo que le suceda al otro sólo me interesa en la medida en la que me afecte a mí; por ejemplo que el otro, o en este caso la otra (me refiero a Berenice por supuesto), a quien tengo en alta estima y por quien siento atracción en todos los sentidos, diga que mi comportamiento le revela egoísmo porque ella percibe que cuando está de por medio algo que corresponde a su creencia yo ignore el acto porque lo considero baladí. Es ahí cuando se genera el acto de un egoísmo radical, es ahí cuando descubre el monstruo que tengo dentro; es ahí cuando la gritería y el escándalo se genera; es ahí cuando el mundo se derrumba porque no puedo sentir de la misma manera y hay una confusión de signos, una confusión en la manera de jerarquizar las prioridades que se tienen y con las que se conviven. Antes, en algún otro lado, decía un poco que la vida ha sido más o menos la obtención del dinero y la fama que avale que uno tiene dinero y que ha llegado con la fama, mediante el reconocimiento aunque sea de la fracción más pedante de un mundo que no sea el tuyo, a un círculo que esté fuera de tu vida cotidiana. Estoy consciente que este reconocimiento es un tanto estúpido porque no es más que una aproximación infantil a lo que se considera el mundo de la realidad. La fama y el dinero anulan la medianía en la que la mayoría, si no es que un 95% de la población mundial, habremos de morir, con esto quiero decir que todos nos perderemos en el tiempo, y la historia que ahora vivo, no podrá ser recordada ni siquiera por los que me han conocido a lo largo de mi vida. Algún amigo, si para entonces me queda alguno, tratará de hacer una apología con algún buen recuerdo, eso espero, de lo que fue mi vida o lo que él vio o le conté, después se irá a pensar en sus quehaceres y en la manera de hacerse importante y no languidecer de ansia por fama.
De donde soy mi padre tuvo cierta fama, la fama de los políticos que andan en boca de todos por ser los que darán trabajo a las futuras generaciones de profesionistas que aspiran a ser como ellos. Cuando tuvo fama tuvo también dinero; salía en los diarios locales; varias veces lo vi en televisión con su cara arrugada y su semblante de pocos amigos que más que enemistad con el mundo quería parecer conocedor del tópico con respuesta inteligente que ofrecer. Su fama le llenaba la vida, le gustaba que lo saludaran en la calle y cuando mi hermana y yo le preguntábamos que si quién era nos decía con aire de triunfalismo “no sé”. Se creía persona conocida y en realidad lo era. En los Estados de la República los políticos son los que llegan a tener la marquesina de los actores, son el otro gran foco de atención que los medios tratan de buscar. Ahora el tiempo y la fama lo han abandonado y ya no ocupa un lugar dentro de la farándula; con la fama se le fue la riqueza, y con la riqueza se le fue el espíritu y la seguridad. Su paraíso se fue menguando y resquebrajando. Con frecuencia se despierta en la noche y prende la televisión en su insomnio; se queja de los dolores que lo achacan como si fuera una especie de castigo por sus esperanzas en un paraíso en donde su voluntad fuera escuchada; una vez lo oí, o creo habérselo escuchado a mi madre, que pedía perdón a Dios. Añora lo que ahora no posee, lo que se le ha ido por la puerta, que fue por donde entró. Cuando le he llegado a hablar por teléfono, más que movido por las ganas de entablar una conversación para descubrir su estado de salud, me suelta el mismo discurso de siempre en donde me reitera su “confiaza en mis capacidades” y “la seguridad de un éxito rotundo” en mi “quehacer académico”, asimismo como la absoluta certeza de que pondré en alto el apellido y el nombre de México dentro del contexto internacional. No se aún si mi padre esté equivocado o no, de lo que sí estoy seguro es que estoy muy lejos de llegar a ser una figura pública y de andar entre micrófonos y fotos simulando preocupación por el prójimo, por el que no siento la más mínima simpatía. Recuerdo que esto empezó siendo parte de una reflexión en torno del egoísmo: por lo que veo Berenice siempre acierta a la hora de juzgarme. Los años nunca pasan en balde.

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