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La pedagogía del oprimido



En realidad busco una noción que me pueda explicar mis circunstancias y mis carencias, unas voces que sean liberadas en torno a los cánticos de una masa enardecida por la atmósfera ocasional. Una masturbación repentina, un sueño erótico adúltero, una culpa que me guíe hasta el final de los días, cuando decida ser confesado ante el lecho de muerte. Al establecer el camino de las líneas en las que iba la dirección de mi tiempo, me pude percatar que una historia debía ser descrita a medida que pasaran las cosas. Así, ver cómo me voy construyendo en unas palabras que me descubren ante aquellos que no me han leído. Una vez que me hayan descubierto podrán o no marcar, tachar o no, añadir o no, aquello que no haya escrito porque el poder de la sugerencia es ese: el añadido, el extracto de un lindo lapso en el que una historia fue corriendo, se hizo hombre y nunca se sentó a la derecha del padre ni se hizo Dios ni vendrá nunca. Los días se han acabado; los días se irán mientras los pocos recordarán alguna risueña seña que fue hecha a propósito de un cometarios feroz, una agazapada insignificante.
Cuando encontré una historia la puse sobre el papel; recordé que aquello que debía construir era una rebeldía, un universo en el que el mundo que fuera cubierto se pereciera o no a lo que había afuera. El problema del afuera fue luego que no correspondía con la necesidad que mi alma, mi espíritu, también llamado por muchos cerebro, no alcanzaba a procesar en un sin número de proyectos, situaciones discordantes, emulsiones que se eternizaran con el correr de los tiempos. Fui construyendo historias que no existían, historias que no podían llegar a sostener el mundo de afuera. Me pregunté si yo mismo iba buscando la destrucción de cada idea y si al tiempo no había que sacarla de alguna manera. Pensé, por ejemplo, en mi realidad inmediata, lo que constituiría un universo distante y lo que no era y no sabía si podía llegar a serlo: concretamente una colección de relatos de la gente que llega a este lado del mundo en busca de mejoras económicas, incluido yo. Las historias de la gente más bien común que al oírlas me han impactado y me siguen impactando. Tal vez no por su profundidad sino por su veracidad, por lo ciertas que ahora me parecen y por el común denominador que implican: la esperanza. Ésta es el principal eje de contacto de todos aquellos que llegamos aquí.
Mi historia es la más común de todas, cuyo final habrá de parecerse al mismo de todos aquellos que llegaron hasta aquí, en la mayoría de los casos, con alguna más de facilidad que la mía. Dentro de este rosario de advenedizos, de los cuales por supuesto me incluyo, algunos acabarán con menos o mayor prestigio que otros, habrá menos envidias que otras y todos llegaremos a lo mismo, un poder adquisitivo y la conciencia de estarle dando a los hijos la mejor educación posible porque se dejó el terruño corrompido, falto de oportunidad en donde el dinero siempre marcó o ha marcado la diferencia entre el ser y el no tener para poder ser. Sin duda un cliché tipo chismógrafo en donde las niñas cursis y feas odiaban ante todo la hipocresía sólo porque no formaban parte del grupo social de las bonitas e hipócritas que tanto les hubiera gustado. La vida, entonces, con toda su totalidad y todas sus aseveraciones posibles es resultado de un movimiento que hace ser un remedo de lo que se quiere a quien quiere. Siempre que pienso en cómo fue que llegué aquí, pienso que lo hice buscando a un padre, algo así como Pedro Páramo, algo así como una totalidad. Pienso que alguna madre, en su lecho de muerte me pidió que le avisara que había muerto. Y está bien, porque esa ha sido la esperanza que entra como bateador emergente cuando creo que no busco el bienestar económico, cuando me entra la nostalgia por un mundo lleno de ideales adolescentes, cuando me busco como ser metafísico o no terrestres, como si no hiciera falta lo más inmediato.
La verdad es que llegué aquí como se llega a todos los lados, un poco por decisión propia y otro poco impulsado por las circunstancias de mi entorno. Me habían forzado a renunciar a mi mediocre puesto de Jefe del Departamento de Literatura del Instituto de Cultura del estado del cual nunca he sido nativo, en el que ganaba como “técnico analista” pese a ser, dicho sea de paso, el que ostentaba más altos títulos académicos y en el que tenía a mi cargo a mi propia persona. Todos los colegas me veían con envidia y añoraban secretamente mi puesto y mis circunstancias. Se creían que ser hijo de una figura pública provinciana era tener los hados y las constelaciones a mi favor. En efecto, pude gozar de una educación básica y media en instituciones privadas casi todo el tiempo, la mayoría de ellas de monjas y de padres, porque los míos, dentro de su concepción rural, creía que al pagar, tanto ellos como los maestros, tendrían un compromiso con la formación del futuro presidente de la República Mexicana por el flamante partido del Revolucionario Institucional. Al ser heredero de una fortuna que mis detractores imaginaban, y que sigo sin conocer quién pudiera ser el alma pía que me la otorgue, era difícil hacer dos cosas: conseguir trabajo porque creían que no lo necesitaba; y que, en el supuesto caso de que consiguiera trabajo, si por ventura ocurría “algo raro”, algo así como un recorte de personal, cortarme la cabeza a la primera provocación dado que no necesitaba el dinero. Desde luego que para los fines emancipatorios del héroe en cuestión, o sea el que esto escribe, aquello se tornaba en una situación dolorosa. Berenice lo padeció todo el tiempo junto con mi hija María porque de la herencia que me tocaba sólo quedaba la fama y los días de aprietos estuvieron presentes casi todo el tiempo de mi odisea de vuelta al origen. Mi sino maldito de dandy hidalgo se hubo de extender a mi esposa que tampoco encontraba trabajo. En un acto desesperado me sugirió que deberíamos de regresarnos a México para encausar un poco más nuestras vidas y terminar o empezar algo, lo que fuera, pero que había que salir de ahí a como diera lugar. “Me voy a México a terminar la escuela, ahí te ves, si quieres verme ya sabes en dónde buscarme. No soporto no ser yo misma sino un remedo de un remedo, la esposa del hijo de”. Y así partió dejando toda mi hidalguía atrás, tirando por la borda años y años de linaje exquisito, de dandismo inigualable, llevándose a la niña y dejándome solo naufragando en aquella isla desértica y demoníaca. Hidalgo hecho polvo sin mayor armadura que el dolor de haber perdido algo. Partió y yo me quedé valiendo verga como comúnmente se dice. Con la angustia sobre mis hombros y un compromiso monetario cada quincena: un drenado de sangre, un filamento roto que me colocaba más en la necesidad de la necesidad, solo, sin dinero y sin mujer. ¿Paraíso? En un momento confieso que me lo pareció.
El problema surgió cuando una vez obtenido el título de la licenciatura, con lujo de mención honorífica, comenzó a ocurrirme toda la serie de infortunios que tenían por objeto, lo sé, curtir mis ánimos y mis experiencias, mi espíritu y mi tesón, ese pundonor del que se habla en el fútbol, y elevarme a un estadio de vida posterior. Mi estatus social se fue desmoronando, renuncié a mi flamante Jefatura de departamento (se me olvidó el viejo adagio “nunca digas que no aunque te llenes de hijos”); el estado transitó por la democracia (nos íbamos hacia una izquierda ficticia, ganó el candidato opositor que se salió del partido oficial por haber hecho una rabieta); me equivoqué de candidato a rector en la Universidad en donde daba algunas mal pagadas horas; hice proselitismo con lógica aplastante sólo porque confiaba en el amiguismo (se me olvidó la salida negociada tan común en nuestro sistema político); pensé que Berenice sólo se había ido porque no aguantaba La Paz y se sentía desmotivada por el calor y el aislamiento (se me olvidó la posibilidad de que no aguantaba a mis padres y a mi hidalguía). En fin, luego por amiguismo, otra vez, creí con lógica aplastante en las promesas hechas por mis maestros queridos que estaban del otro bando y que no dudé en que no me dejaría caer hasta los confines más terribles del tiempo y el desconocimiento de mi persona y sus potencialidades. Los conocimientos de semiótica, que tanto alardeaba, no sirvieron para nada y me dejaron prácticamente en la calle, recordé ese hermoso poema Batman que me llevó al reconocimiento de mi carrera académica mientras iniciaba el descenso: “La señal, la señal, la señal”. Estaba perdido, o mejor aún, confundido. Las señales que había seguido no constituían un verdadero corpus que sirviera como modelo para plantear aproximaciones a hechos reales. Lo primero que se me ocurrió fue cambiar de profesión; a grandes males, grandes remedio, como rezaba una vez más la sabiduría de mi pueblo emancipado, seguiría el camino de mi linaje y me convertiría en una figura pública, candidato de las mayorías, líder del pueblo, pastor del rebaño, guía de los oprimidos, cabeza y santo, revolución o muerte. Quise mostrar mis respetos al nuevo ungido que me miró con resquemor, él junto con sus secuaces habían sentado, desencadenado las estructuras para vender a mi padre en lo que fue su última y desastrosa elección hacía unos siete años en aquel entonces. Me autonombré “socialdemócrata” y fui rechazado en el empadronamiento de los cuadros por elemento peligroso, un posible infiltrado argumentaron. Descubrí que ese, por vía de la eliminación lógica, tampoco era el mecanismo para mi reencauzamiento. En un acto de cobardía absoluta lloré, profunda y amargamente, lloré solo y sin más testigo que la noche profunda y el abrazo de la revista de la realeza “Hola” que me acompañaba en mis momentos de más dura confusión, rememorando y honrando así a mi padre que me aconsejó nunca olvidar quién era y de dónde provenía. Yo hidalgo, yo pecador, debía estar encomendado a una alta batalla, tal vez no era aquella pero sí la otra, la de mí mismo tal vez, la profunda, la poética, la gloriosamente altísima.
En acto de humildad, decidí poner mis ojos en las fuerzas sobrenaturales y creer en señales, aquellas como las del poema, ya no tanto semióticas sino espirituales. Me entregué al capricho de las coincidencias a ver si de esa manera mi situación de confusión cósmica se resolvía por intercesión divina.
Confieso que las circunstancias que me trajeron aquí, a este lugar del mundo desde donde escribo para no ser leído, si se quieren ver bajo un tamiz misticón pueden llegar a parecer un poco desconcertantes y hasta concluyentes. Mientras Berenice estaba instalada en México y yo con oraciones al santísmo para saber qué chingados hacer de mis confusiones metafísicas, fui nombrado para asistir a un curso en lo que fue mi última operación gubernamental dentro de aquel instituto en el que solía laborar, no por ser el dignatario de un honor sino porque era un curso de lectura y a nadie de los que regían los destinos culturales les gustaba leer. La administración me proveyó de unos dineros que le llaman “viáticos” para mis hospedajes y un boleto de avión de ida y vuelta La Paz-Tijuana-La Paz. Me mandaron al curso donde además de pasearme por Tijuana de Noche y el Bajo Mundo salí con un diploma que aún pongo en mi Resume que ahora le digo (por su nombre en inglés). El terreno de las coincidencias se empezó a generar o a gestar, o a parecérmelo quizá, cuando de regreso me dijeron que mi vuelo estaba sobrevendido. Si por ventura accedía a viajar a La Paz rodeando toda la geografía mexicana saliendo a las 9 de la mañana y llegando allá a las nueve de la noche, Aeroméxico me regalaría un boleto para donde yo quisiera, sólo por tener la gentiliza de realizar un vuelo de una hora en 12. Acepté de manera muy gustosa porque el itinerario que me proponía pasaba por la Ciudad de México. Condicioné mi aceptación sólo si me quedaba unos días en la Ciudad para ver a mi esposa y a mi hija un par de días, que ya se habían ido hacía algunos meses. Sentí que el alma se me incorporaba al cuerpo. Berenice en sus necesidades de fuga se reunió con los suyos para ver si alguna vez yo accedía a salir, mediante una vía negociada, para reestablecer el lecho conyugal fragmentado por primera ocasión. La encontré repuesta y de buen humor por el abandono, ella siempre argumentó que por verme.
Hablé con mi tutor.
Amablemente se reunió conmigo al día siguiente en el mismo café de siempre. Decidí sincerarme con él, tal vez buscando un poco de su compasión ante mi dolor de ser escindido, marginado. Le conté la infinita tristeza que embargaba mi corazón, mis horas y mis días. Me preguntó por los planes a futuro. En el estado en el que me encontraba mi principal preocupación sólo estribaba en un trabajo en la ciudad de México para reestablecer la familia, que se me iba por el alma. Me contactó con Orso su amigo en Tenesí al cual debía encomendarme. Decidí atribuir el hecho a una fuerza sobrenatural que me estaba mostrando un camino. Me recomendó permanecer en La Paz hasta irme a Tenesí. Una vez cumplido el plazo vendí lo último que poseía y me fui a triunfar. Me fui solo, porque el mundo no descubre sus puntos, ni yo leo las cosas del destino apropiadamente. Me fui solo y ahora como Dios o el Diablo mandan sigo solo. Berenice se ha ido ahora con dos niñas. Desde aquí contemplo mi mundo, mi opresión, mi dependencia a sistemas terroríficos, patrones inconscientes de los que no me puedo deshacer, solo, cómodamente instalado en Tenesí.

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