Confesiones de un Mirrey
peninsular
He sido un mirrey y esto debo confesarlo ya con vergüenza. Tal vez
lo hago sólo para decirlo porque de ese mirrey que fui ya no queda nada, salvo
el recuerdo de mi propia conducta. Antes nos decían “juniors”, “hijos de papi”,
“influyentes” o “pirrurris”. Teníamos a disposición choferes, gasolina, coches
último modelo, yates, viajes en avión, restaurantes, putitas privadas, casas de
citas, playas con acceso restringido, fiestas escandalosas, vacaciones pagadas
en Los Cabos, acceso a todos los “antros de moda” --donde comprábamos botellas
de lo que hubiera más caro--; teníamos dinero, sí; pero sobre todo teníamos impunidad.
La Paz era nuestro parque de diversión y en él deambulábamos a todas horas
buscándonos para tomar algo o buscar a quien nos cogíamos. Nuestro trabajo era
saludar a la gente y exhibirnos en los antros para ser admirados como
realidades inalcanzables. Mi hobby era el vino y eso era demasiado sofisticado
para los demás por lo que de “mamón” no me bajaban. Fui el mamón de los
privilegiados (de hecho, esta percepción de mis antiguos amigos se reajustó y
ahora me creen demasiado exótico, resultado posible en un mirrey mamón). En
verano y en semana santa, le pedía a mi papi que me prestara el yate del
gobierno e invitaba a las que nos queríamos coger para verlas en bikini y
hacernos después alguna puñeta en su honor. Salíamos a pescar con tripulación
que hacían todo el trabajo por nosotros para que sólo nos dedicáramos a
ponernos pedos. Los demás mirreyes me percibían como fuera de la norma. Sin embargo,
estaba siendo cortado con la misma tijera. Desdeñaba al resto de la población y
no veía en ella ningún valor que no fuera como proveedores de un servicio. Cuando
terminé la prepa, en la única particular donde íbamos todos los niños bien, me
fui a vivir al DF porque mi papi quería que entrara a la UNAM para conocer al
pueblo que iba a gobernar y me sensibilizara un poco. Debía estudiar Derecho
porque esa era la carrera que me llevaría a la cima del poder. Me enrolé en el
PRI a los 17 años y atesoraba la credencial como mi boleto hacia el futuro.
Estaba convencido de que debía superar a mi padre y su currículum resultaba
bastante abultado por lo que debía apuntar a un desempeño más sostenido desde
muy joven. Debo decir también que yo era el único mirrey que estudiaba y,
además, leía (situación que contribuía en mi fama de raro); los demás se
dedicaban a copiar mi tarea y me suplicaban que les pasara las respuestas de
los exámenes. A veces accedía y a veces no. Me gustaba castigar su estupidez y
eso me hacía sentir más poderoso que ellos. Mi padre tenía el control político
del estado y me gustaba sentir que yo tenía ese mismo control sobre los otros
mirreyes. Me divertía pendejearlos, situación que incomodó a un par por lo que
terminé en el suelo en varias ocasiones ya que el whisky y la coca los había
desinhibido. Siempre argumentaron disputa de mujeres. Situación por lo que no
podía vengarme. (Las mujeres resultaban ser territorio privado infranqueable). Los
que estudiaban eran los provenientes de una clase media más o menos consolidada
y los hijos de algunos profesionistas con prácticas privadas o pequeños
comerciantes. Entre más grande y ostentosa era la casa menos se estudiaba. Para
qué hacerlo. Todos teníamos claro que estudiar no era lo determinante en la
posición que se tenía. Nuestra situación, estaba claro, era algo que llevábamos
en la sangre, algo que nadie podía arrebatarnos, inherente, una aristocracia
que habíamos recibido por gracia divina al momento de nacer. Estudiar era una
mera distinción que estaba más cercana a la perversión. Por eso siempre me
maravillaba al encontrar alguien como yo (si es que los hallaba porque fueron
casos muy contados). Los percibía más como curiosidad que como poseedores de
una inteligencia que los llevaría hacia otros lados. La mayoría de esos pocos
eran parte de la iniciativa privada que tenía un destino trazado de igual
manera y ahora son gerentes de mueblerías, industrias forrajeras, refresqueras
y constructoras. De los hijos de la clase política sólo recuerdo a dos; uno
optó por no seguir los pasos de su padre y exiliarse de todo el ámbito estatal
para dedicarse a exportar frutas y verduras al mundo desde Guadalajara. La otra
persona fue mi novia de la prepa, cuyo padre no era de la clase política per se, pero aspiró a serlo con mediano
éxito. Ella tampoco quiso ser parte de la red social porteña, a diferencia de
su hermano que sí ha tratado de avanzar socialmente. Ella había leído algunos
libros y era lo más cercano que conocí con otros intereses menos superficiales.
Esa fue mi vida de los 15 a los 20 en los que acumulé animadversiones, envidias
y no conservo ningún amigo. Tuve que cortar de raíz con esa vida. Ser mirrey cansa,
sobre todo si comienzas a proyectar tu vida a futuro y a darte cuenta que esa
gente con la que convivía habría de ser con la que tendría que tratar por el
resto de mis días. Recuerdo que esa idea fue desoladora y la tuve precisamente
en mis años de ambivalencia profesional cuando asistía a la UNAM y comencé, por
rebeldía, la carrera de Relaciones Internacionales, sólo porque mi padre me
había regalado un viaje a Europa por dos meses y tres países distintos y
descubrí que me gustaba viajar por el mundo donde no hubiera gente pobre. Mis
pares me integraron al Círculo Sudcaliforniano al que asistía porque mi padre
me lo recomendaba con estas palabras: “Serán tus futuros compañeros de trabajo.
Es aquí cuando tienes que comenzar a ver hacia dónde vas”. Lo único que sabía
es que los demás mirreyes me cagaban. Opté por huir de todos ellos y
decepcionar a mis padres. Tomé tres años en cambiar de ruta. No puedo decir que
aún no tenga desplantes de privilegiado que trato de controlar. Desde esos momentos
tuve la certeza de que algo errado se gestaba dentro de esta sociedad, donde la
injusticia estaba presente simplemente porque el resentimiento hacia mis pares
crecía y no había ninguna justificación para que las cosas se sucedieran de
otra manera. La inteligencia no era nada ni conduciría a ningún lado (quien se
hizo merecedora del premio de mejor alumno de generación, que no me quisieron
dar por arrogante y mamón, se lo dieron a la hija de un dentista que ahora
vende Mary Kay, por ejemplo).
Por qué entonces trato de olvidar esos momentos y vivir como si
nada hubiera pasado. La respuesta es porque ya el tiempo me ha ganado y ahora
el pasado privilegiado me avienta una vez más a contemplar esos días cuando
defraudé a mi familia para dedicarme a cosas que me enriquecieran el alma más
que el bolsillo. Ahora empiezo a ver cómo aquellos con los que conviví en mi
educación básica y preparatoriana encabezan las listas de los que buscan
conducir (hacia el barranco) a un país en emergencia que mi padre junto con sus
secuaces empezaron a joder. Debo decir que conozco y he interactuado con todos
los que encabezan los posibles puestos de elección popular y los que controlan
el poder priista y panista en mi estado. En este momento en que se gesta el
cambio generacional y los amigos de mi padre se están muriendo, sus hijos son
los que reclaman un linaje, un destino de ser aquellos que reinen en Baja
California Sur. Al candidato del PAN, hijo del segundo gobernador del estado,
lo vi en muchas ocasiones, pero no era parte de mi generación, es mayor que yo
por 5 años. Es parte de esa generación que he llamado “los cachunes”. Lo conocí
años después en las fiestas del Círculo y en otras que se improvisaban en
departamentos de la colonia Del Valle, Coyoacán , San Ángel y San Jerónimo. Mi
único amigo de la prepa, que hizo carrera y conexiones bajo la tutela de mi
padre también en el DF, ahora es el coordinador de su campaña y todo parece
indicar que ganará la elección. El candidato del PRI es nieto de quien fuera mi
padrino de bautizo, mismo que impulsó la carrera política de mi padre a los 36
años de edad. Mi hermana menor, ya una vez postulada por el PANAL de manera
fortuita e inesperada al ir a comprar tamales para la fiesta de la candelaria
en la que se encontró al representante del PANAL en el estado, amigo suyo en la
prepa, declinó su candidatura hace tres años, semanas antes de comenzar la
campaña por presiones de un primo para que no le quitara votos al candidato del
PAN.
Un compañero de la prepa con mediocre desempeño académico que
organizaba las actividades sociales y cuyo máximo logro fue organizar el baile
de graduación en el Club Palmira, es ahora Secretario y su nombre ha aparecido
en un artículo en SinEmbargo (http://www.sinembargo.mx/13-09-2014/1091310) como
paradigma del comportamiento mirrey de sus hijos (del tal palo tal astilla).
También se ha filtrado su nombre en las conversaciones telefónicas donde el
candidato del PAN le pide que pague encuestas con dinero público en las que sale
favorecido. Cuando comencé a ser crítico de las acciones y actitudes de quienes
conocía me reprendieron con un “no le des de patadas al pesebre”. Mis pares me
tildaron de izquierdoso pero la izquierda nunca no me incorporó a sus filas.
Era demasiado peligroso e incluso creían que podía ser espía.
Finalmente, mi vida de privilegios había salido de ese muladar y
sin ellos mi vida no hubiera podido darme la estabilidad económica para
detenerme a contemplarla. Aunque mi padre era visto (tal vez por mis familiares
solamente) como algo de lo menos corrupto, fue durante su pináculo que
encarcelaron a los hermanos del gobernador por narcotráfico, amigo suyo cuya
hermana se había casado con su hermano, en otras palabras, los hermanos de mi
tía.
Tal vez mi indignación sea mayor que el común de los mexicanos
cuando veo los desfiguros de los que fueron mis amigos y compañeros de infancia
y adolescencia. Es probable que incluso lo que sienta esté más del lado de la
envidia.
Haberlos conocido e identificarlos ahora como líderes de una
población sumida en el analfabetismo, la pobreza, la falta de servicios, la carencia
de escuelas, el desdén por la lectura, alejados de todos creyendo que están ahí
porque era su destino y son parte de una casta política, me revuelve el
estómago. (Esa actitud está en el candidato del PAN y del PRI). No pueden
contemplar, como el candidato priista, su propio flujo de ideas ni recordar la
oración anterior para decir la verdad cuando lo que quería era ocultarla (“Que
no quepa la menor duda de que los fondos de mi campaña provienen del crimen
organizado”). La pregunta es entonces por qué si todos sabemos que la llamada
clase política es incompetente, por qué no hay mejores hombres dentro de sus
filas. La respuesta la he esbozado con todo la anterior: porque es una
actividad deleznable que te pondrá en contacto con lo peor de la humanidad: el
narcotráfico, la impunidad, el crimen, la trata de personas, los sobornos, la
impunidad y amenazas de muerte; porque alguien con cerebro sabe que es
demasiado lo que se pierde; porque no hay herramientas para combatir desde un
terreno legal la corrupción, porque las instituciones han sido completamente
secuestradas por el crimen; porque el narcotráfico y la sociedad de consumo han
desvirtuado el concepto de valor por el de precio. Porque el consumo pone
precios a cosas sin valor real y confunde a la civilización porque cree que el
dinero todo lo compra y hemos suspendido nuestro discurso interior. Prueba de
ellos son las conversaciones que el candidato del PAN tuvo con un colega suyo que
le dice que alguien contribuirá en su campaña con 6 kilos al mes, durante los
meses que dure la campaña. El pago será determinado por aquel que hace la
oferta, a lo que expresa el candidato “¡Pues está a toda madre!” “Sí, ¡con
madre!” le contesta su colega. Todo parece indicar que son 6 millones (¿pesos o
dólares?) al mes. Eso lo colocará en una posición de negociación de aquel que
ha aportado tal regalo. Pensar en un asunto relacionado con el crimen
organizado es la opción más lógica. Es ahí pues donde lo que está en juego sólo
es la posición de aquel que creen merecerla por vía divina. Lo importante es
que los suyos recobren eso que se les había ido antes de que el clan sin
pedigrí “secuestrara” a la gente bien. Años en los que los otros también se
dedicaron a hacer lo mismo que habían hecho los primeros subrayando que se
llega ahí para enriquecerse a como dé lugar. De ahí que la política no tenga
nada de noble, que nadie con ética quiera aspirar a todo esto. No creo que sólo
somos un estado fallido. México a estas alturas es ya una cultura agonizante.
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