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El capricho de París

Raúl Carrillo Arciniega


Dentro de las propuestas actuales del cuento mexicano encuentro una que me ha llamado la atención por un estilo articulado y lo arriesgado de su pluma. Me refiero a José Abdón Flores (1967) quien en su tercer libro de cuentos Mántica (Libros Magenta, 2011) nos ofrece un registro que desvincula la brevedad del cuento para orientarse a narrar aquello que acontece en un vivir constante. En las teorías del cuento la que más se pondera es la tensión de un acontecimiento que se genera en A para terminar en B. Es un cambio de estado, no de los personajes en sí, sino de las situaciones donde al leer nos encontramos con una epifanía casi por accidente. Ésta se logra cuando el punto final anuncia que la lectura ha terminado y el nivel de la reflexión comienza. Flores parece no darle importancia al desenvolvimiento de los personajes y opta por presentarlos en su versión moderna, donde la realidad del sinvivir es lo que impera al momento de narrar. Con sus cuentos nos enfrentamos a la incógnita del devenir, a la ilusión de mejoría que se lleva a cuestas cuando el futuro es lo único que queda para mejorar la propia historia. Destaco cuatro cuentos de su libro que me parecen ilustran su desenvolvimiento narrativo como unidad: “Mántica”, “Cetrería”, “París era un mierda” y “Novios blancos”. En estos cuatro relatos asistimos a una invitación, por un lado de la fantasía, pero por otro de la posibilidad de la realidad expuesta como fantasía, no por la imposibilidad de que exista sino porque el lector burgués (alienado) no sabría si lo narrado puede tener un correlato de esa naturaleza en el mundo real. Estos cuatro cuentos a pesar de mostrar y exponer un lugar en el mundo particular (dos de ellos expresamente en París) se escabullen entre posibilidades, ovnis, infestaciones, rompimientos y amores de segunda mano. En ellos asistimos a la pérdida  y a la crisis, no de identidad sino de afectividad. Con “Mántica” la narración dialoga con un estilo casi ensayístico pero resulta ser el más fantástico, el más desvinculado del orden logocéntrico para abrir la realidad a situaciones mágicas que experimentamos como seres propensos a la credulidad de los grandes discursos que nos rebasan, ¿cuál es la diferencia entre ver a Dios o presentar un avistamiento del fenómeno ovni? Si la reclusión del santo altera la conciencia ¿por qué Dios finalmente no puede estar dentro de un platillo volador? Y si Dios no fuera más que un extraterrestre y esto una granja de cultivo; por qué no entenderlo todo a partir de un experimento o de un deseo de comprensión ya no de grandes relatos sino de pequeñas explicaciones más azarosas que teleológicas.  


Los textos son apócrifos cuando el poder así lo determina. En Flores la correspondencia textual al interior con los acontecimientos parece ser fortuita como la vida. En “Cetrería” por ejemplo, un manual de caza no nos da el indicio esperado para presentar las explicaciones de las situaciones, de hecho las estructuras tradicionales del cuento se suspenden para darnos unos cuentos donde lo que pasa es la vida sin heroísmos, donde las relaciones con los objetos obedecen a coincidencias que nada tienen de particular sino cargar con un subconsciente que no sirve para nada porque no sabemos interpretar la vida que se nos pone por delante, porque la lectura del texto tampoco revela la manera de entender al otro o al mismo que está enfrente de un texto. Los textos que acompañan la vida resultan ser más por relación de cercanía y accidente, que nos empeñamos en llamar destino. Así un manual de cetrería no es nada más que una carga que la misma protagonista se impone tal vez para darle sentido a su vida: sacar un libro de la biblioteca para tener que devolverlo en medio de una crisis afectiva.


Finalmente, los últimos dos cuentos ocurren en París, donde  reside su autor. El París que se muestra dista mucho de ser ese de las monumentales narraciones amorosas y de las idealizaciones cursilonas; es un París donde habita la gente y no los sueños, en donde una vez más las relaciones de pareja son tan miserables (o más acaso por el halo parisino que irradia en la mente del lector) como las que suceden en cualquier rincón del mundo. La humanidad es una y la distancia entre nosotros sólo es accidental, sólo se imaginan distancias pero es precisamente la escritura la que se encarga de mostrar esa mismidad en la que nos encontramos, unos cerca de otros y esos otros son los que se convertirán en nuestro cercanos. La tienda de exterminio contra roedores en la que el narrador del cuento “París era un mierda” se queda azorado contemplando ratas disecadas en posiciones inimaginables indignaría a cualquier defensor de los derechos de los animales, sólo que éstos son ratas y su presencia no es sólo una molestia sino su existencia es indeseable y a toda costa digna de exterminio. Es un París de inmigrantes, miserias, roedores y cucarachas, de histerias y rompimientos. De zonas que no corresponden con el París del turismo sino con el París de la huida y el rencor de existir en una zona tan densamente habitada. Y precisamente por esa densidad de población la necesidad de verse en el otro, de tener a otro aunque sea fingimiento nos pone del lado de la soledad atenuada por un servicio de acompañamiento para mujeres. No es el típico prostituto, un gigoló cualquiera, sino aquel que se alquila para comprender, para protagonizar un romance que nunca ha sido suyo pero sí para llenar el vacío que la falta del otro genera en los ratos de aislamiento bajo el cielo gris de París. La joie de vivre parisina está sólo en el existir y comprender que ser es un mero accidente y el lugar en que se habita un espacio enorme donde sólo se vive por curiosidad y, a veces, por capricho.


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