
El JJ no se ríe. Su imagen reta a la cámara para ser exhibido como uno más de una aristocracia que ha decido cambiar de equipo y jugar con el número 3. Es más alto que los policías que se ocultan la cara tras unas máscaras y además, también, es blanco, otro güero residente de los Estados Unidos, que según dice la nota del Universal tiene récord criminal por traficar con mariguana. Es más corpulento que sus verdugos y seguro tiene más mundo. Fue capturado, dicen también el gobierno mexicano, sin un solo disparo, como si el JJ ya supiera que el gobierno mexica le iba a echar el guante.
Lo que más llama la atención es su vestuario. Es una foto claramente mediática y con representación simbólica. El JJ, al igual que su compinche, escogió salir a posar con la marca de los narcos: “Polo”, haciendo alarde de derroche monetario y del porqué nuestra juventud aspira a ser como ellos. No sólo exhibe su piel blanca por las mangas cortas con las que se retrata, sino a la piel que se coge: la reina del turismo de Colombia de apenas 25 años. La Barbie y el JJ eran parte de una sociedad que ya hace mucho dejó de ser parte marginal de la realidad mexicana. El JJ fue atrapado en su domicilio de las Lomas de Chapultepec. Recuerdo cuando se decía que en las Lomas vivía la aristocracia mexicana de rancio abolengo, gente fina y educada. Todo los domingos las recorríamos en el carro familiar en un claro deseo aspiracional de mi madre por querer ser duquesa, pero nosotros, o tal vez yo solo, sabedores de que esa realidad jamás sería la nuestra porque en México la movilidad social no existe. Los de las Lomas tenían a su favor el tiempo y la corrupción originaria de la revolución mexicana que los había puesto ahí desde hacía años. Mi padre era heredero de un pequeño coto de poder bastante inestable que disminuía debido a su gusto por alimentar múltiples hijos desperdigados por el mundo. El JJ y la Barbie son de mi edad, de mi generación. Una generación que vio el derrumbe de México y vio cómo López Portillo lloraba mientras hundía al país en la miseria y construía su colina del perro. Para mi generación Polo era la marca del poder, de una aristocracia a la que se accedía por el consumismo que se fue alejando de nosotros por los ciclos sexenales y las constante devaluaciones de la moneda. Exhibir al caballo con jinete te ponía en sintonía con una clase dominante de otras landas, te daba el sabor de que el DF era parte del primer mundo y tú uno de sus mejores representantes. Así la representación cultural de la camiseta Polo como vestuario narco nos puede hablar del resentimiento social del que han sido producto, un resentimiento social de que todos hemos sido producto. ¿Cómo negar que la posibilidad de movilidad social para adquirir bienes de consumo y placeres no está ligado con el dinero rápido y las nalguitas juveniles y frescas? ¿Cómo convencer a los que ahora sueñan con el consumo de que la vida tiene sentido más allá de los placeres que te evaden de la realidad nacional? ¿Cómo vincular el esfuerzo intelectual con una remuneración que nunca ha tenido? ¿Cómo crear oportunidades en un país donde todo depende de una casta en la que hayas nacido? La opción del narcotráfico pone en crisis todo un sistema nacional de huecos que nunca han sido resueltos. Lo más terrible de todo es que el horizonte que se avecina parece más negro de lo que ahora tenemos: Ébrad, Peña Nieto, Creel o el Peje ¿Qué camiseta ahora hay que ponerse? Creo que la Polo, por mucho, luce más.
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De camisetas, ya sabes lo que me gusta pero no lo escribo por no revelar mi identidad secreta