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Patrimonio




Nunca he visto la muerte. Dicen que es rígida y que la tez palidece para acartonarse. El calor que se busca de un cuerpo desaparece y deja de existir una persona. Sin embargo ¿cuándo es que existe una persona? No fui al funeral de mi padre, no percibí su agonía y nunca oí sus últimas palabras. Su vida fue una constante degradación, así como la de todo el mundo. No habló conmigo en su lecho de muerte. La última vez que conversamos por teléfono se había repuesto de una segunda embolia (tal vez una cuarta no recuerdo), dicen que los viejos son más dados a sobrellevarlas. No pude entender su voz entrecortada. Me dijo algo como para reconciliarse conmigo, como si hubiéramos sido un par de viejos conocidos, yo su subordinado, que con el tiempo habíamos tenido que reencontrarnos. No pude evitar pensar que me decía lo mismo que a todo el mundo. Su voz me llenó de pena, no por ser mi padre el que me hablaba sino por oír a un hombre al final de su vida, también sentí pena por mí. No sentía nada más que compasión por alguien como la pude haber sentido por un viejo al que había visto en más de cinco ocasiones. El amor al prójimo no siempre es el mismo que el amor al padre. Por lo regular los padres siempre condenan, el mío no me condenó pero sí lo hizo la distancia entre los dos.


Así como él alguna vez se quejó del suyo conmigo, recuerdo esa vez en que me había llevado de putas como prueba de su comprensión hacia mis necesidades de adolescente. Ahora advierto que su padre no había hecho lo mismo con él. Me extendía el placer de la carne como se extiende un platillo favorito, deseoso que su consistencia, su textura, aroma y sabor cautiven un mismo gusto, ávido de que tuviéramos un mismo paladar. Su padre, me dijo, lo había obligado a casarse con una mujer a la que no había amado, a seguir una profesión que nunca se cuestionó, un destino lleno de gratificaciones que había tenido que asumir como se lleva un augurio donde eres el elegido. Así se sentía, un elegido de la vida por la que había pasado por muchos momentos accidentados, un elegido pero también una víctima de su propio destino. Tal vez por eso cuando hablé por última vez con él estaba quizá exagerando la incomunicación en la que habíamos vivido. Lo recuerdo en el teléfono de la misma manera cuando me leyó una carta en inglés que había llegado a su casa con información sobre lo que debía hacer una vez llegara a la universidad en los Estados Unidos. Una carta que tampoco entendí porque mi padre no hablaba inglés y sólo leía como se lee en español. Tenía que traducir mentalmente aquello que mi padre repetía mediante una lectura de alfabeto fonético español. Mi padre tenía más júbilo porque me leía algo que no entendía que por revelarme información importante. Al terminar se sintió satisfecho porque había cumplido con las aspiraciones que podía tener un padre con su hijo. Yo sólo tenía miedo de saber que lo que él no entendía era que yo no podía entenderlo. Después de eso no volví a hablar con él en tres años. En el 2002 recibí una llamada suya, justo dos días después del 11 de septiembre. No sé qué pensó mi padre, que Nueva York y el sur de los Estados Unidos eran la misma cosa, o que habría una serie de ataques dentro del todo el territorio norteamericano en la cual era probable que yo muriera y él no se había despedido. Me habló después de dos años en los cuales yo había subsistido gracias al sistema de beneficencia social de los Estados Unidos y a un desesperado optimismo en el futuro. Me gritaba desde el otro lado del teléfono como si quisiera que su voz llegara desde su cuarto en La Paz hasta la costa este, atravesando sólo dos habitaciones. Me habló por la línea del gobierno, yo no quise decirle que por 5 dólares hubiéramos podido hablar dos horas; ni él ni yo sabríamos qué decirnos en dos horas al teléfono. Creo que fue breve con el pretexto de que él no se aprovechaba tanto de los contribuyentes mexicanos, robaba sólo un poco y nada más allá que comidas en restaurantes de lujo, noches en hoteles gran turismo, aviones (nunca en primera clase) y gasolina, pero me dijo, sobre todo, que ya me podía reconocer como persona adulta. No supe qué contestar, lo tomé al principio como un cumplido pero después como un insulto en el que no sabía lo que me estaba diciendo. Quise preguntarme por el significado de la adultez y el reconocimiento del padre hacia el hijo. En el psicoanálisis del héroe, éste es el que se identifica con el padre después de una cruenta batalla en la que siempre ha de ganar el hijo. Pensé que la batalla se había dado muchos años antes cuando me negué a seguir con sus designios, pero no había sido así. Lo mío había constituido una huida y el que huye es el que pierde. El que tiene que irse es aquel que ha reconocido su derrota y sabe que el espacio geográfico en el que comparte su vida con la del padre es demasiado pequeño y que ninguno de los dos pueden respirar el mismo aire. Yo había huido por tanto había perdido.


Sólo pude darle las gracias, si es que esto pudiera haber procedido. Las gracias sólo las había extendido porque no sabía qué más decirle. Tal vez me dijo que me quería, o tal vez no. Supongo que eso entre hombres adultos no hubiera valido, así que seguramente no nos dijimos nada más. Luego me exhortó, con esa palabra, a que continuara creciendo, y realizando mis proyectos, pero creo que quiso decir “sueños”. No supe a qué proyectos se refería. Yo no tenía ningún proyecto de ninguna clase, sólo continuar con vida y buscar no desesperarme porque debía tener esperanza en el futuro, además ya había tocado todo el fondo que se necesitaba para poder vivir en el mundo sin ningún proyecto. Por alguna razón creo que mi padre pensó que mi proyecto sería acabar con lo que había comenzado, pese a que él nunca creyó que pudiera completar lo que había comenzado. Muchos antes que yo no habían podido, la diferencia estribaba en que mi estupidez siempre me ha hecho no cuestionarme demasiado las cosas y confiar en que la vida seguirá aunque hayas defraudado a todo aquel que creyó en ti. Es probable que por eso mis amigos hayan disminuido con el correr de los años. No les he dado nada y siempre hay que buscar retribuir aquello que te dan, cuando menos eso argumentan las religiones.


Una vez que corroboró que mi existencia seguía y que por alguna razón seguía vivo, no se molestó en hablarme más. Mi padre había ganado y yo había tenido que poner tierra, agua y país de por medio para intentar seguir siendo algo que no quería saber qué era. Supe que mi padre había perdido el trabajo porque el sexenio no lo favoreció y que pudo acabar sus días con un puesto auspiciado por el gobierno foxista. En enero del 2005 tuvo su primera embolia. No recuerdo quién me habló para decírmelo. Fingí interés y pregunté si tendría que ir a verlo. Lo pregunté más retóricamente que con las ganas de pegarme un viaje para ver a alguien en la última etapa de su vida. No era necesario, me dijeron para mi tranquilidad egoísta y yo no insistí. Se recuperó y quedó hemipléjico. Cuando hablé por teléfono con él recordé el momento en que me leyó aquella carta sobre qué hacer una vez que llegara a la universidad. Yo había terminado un doctorado, me había graduado con honores, lo había terminado en un tiempo récord de 4 años y ya tenía trabajo en una universidad de Estados Unidos. Pensé que el proyecto al que se refería mi padre podría ser éste, aquel que me exhortó a que continuara. Quise decirle todo esto pero él insistía en decirme algo que no entendía por lo que mejor callé y oí algo que nunca supe qué era. Me dijeron que había tenido una conversión espiritual y que ahora creía en Dios. Me pareció más bien un acto de cobardía.


Al colgar el teléfono no podía recordar nada. Esta vez no había una gramática que pudiera traducir, alguna cosa de la cual echar mano para descubrir que mi padre tal vez me dijo lo mismo que me había dicho el 13 de septiembre del 2005 cuando me habló para insultarme. Esa fue su última conversación conmigo. Me enteré que habló con todos sus hijas para pedirles perdón y me enteré que para todas había sido un gran padre que siempre estuvo ahí. “Es un guerrero” me dijo una de ellas al teléfono. Dicen que quiso hablar conmigo pero sabía que no iría. Me dijeron que lo entendía. Es verdad, no quise hablar con él; no hubiera podido soportar mi insensibilidad. Argumenté problemas legales para no ir; argumenté que no iría porque me lo impedía un sistema y un futuro.


Otro telefonema en la mitad de una clase me reveló que había muerto. No recuerdo si fue en octubre o en noviembre. Tampoco fui. De eso ya hace 5 años.

Comentarios

Anónimo dijo…
Saludos Raúl! un abrazo desde el DF! Aquiles y familia.
Muchas gracias Aquiles... Otro abrazo hasta allá.

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