La masculinidad es una de las cosas más frágiles del universo. Es más volátil que el alcohol de 96 grados, tan frágil como la posibilidad de ser emasculado una noche por algunos aliens sin ni siquiera decir esta boca es mía, o más factible, en una fiesta por una mujer despechada. Para entender tremendo dilema habría que remontarse al proceso evolutivo del primate donde la incertidumbre y el miedo es todo lo que llena su horizonte. Lo que más cuenta en el estatus de la tribu es la mezcla, la posibilidad de procreación y con ella el goce que se puede generar de semejante encuentro. Esparcir la simiente para poblar el mundo resulta ser una de las necesidades primordiales de todo hombre. Dentro de este momento de lucimiento primate hay que reconocer el afán de lograr colocar a la contraparte en una posición de sometimiento más para lucimiento hacia los otros y para franco orgullo procreador. Así la masculinidad sólo tiene sentido para el hombre frente a los otros hombres, probar ser masculino es decirle al otro la capacidad que tiene el sujeto en cuestión para ejercer la penetración en un cuerpo que lo preserve. Las féminas son las que más critican esta inseguridad del varón por no conocer sus subterfugios, para ellas absurdos. Esta “inseguridad machita” se relaciona con el proceso de perderla en cualquier momento; de no tenerla segura porque claro, nadie ha vuelto a salvo del camino de la perdición.
Desde hace días he estado navegando por las páginas de un libro completamente masculino en el que el narrador gringo de moda y masculino muestra todos sus desvaríos por enfrentarse a un mundo masculinizado creado por la sociedad gringa en la que las expectativas planteadas para los hombre en la vida familiar son casi nulas. No es ningún libro de autoayuda, porque si eres hombre nunca reconoces que la necesitas, ni tampoco una novela, porque no es de hombres leer nada. El narrador trata de hacer patente todas sus desventuras en el terreno de la hombría y cómo no ha podido salir avante con las exigencias que de su comportamiento se derivan. En ese ir y venir de posiciones masculinas, que hago mías a veces y que a veces no puedo, me he encontrado con situaciones similares de cómo el concepto de hombre se ha visto deconstruido, destruido y revestido de un sin número de categorías que a la postre también me han hecho mella en el mundo gringo que habito. Por ejemplo, darme cuenta de que muchos de los comportamientos de mis compatriotas, machos mexicanos, no son tomados como tales. Mi padre nunca cocinó, nunca lavó un plato, nunca lo vi usar una escoba, ni siquiera tender una cama, ni llevarnos al colegio, y para acabar pronto ni dirigirme la palabra hasta que tuve 18 años para dejarme de hablar por no estudiar derecho, y no por eso era considerado una persona agresiva ni golpeadora que sometía a todos los seres indefensos de los que se rodeaba (léase mujeres y niños). Incluso hay quienes decían que era una persona muy fina y educada.
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