
Albercas
Ser padre moderno es sinónimo de sacrificio. La propia sociedad impone un sinnúmero de avatares (en el sentido real del término) por los que los padres comprometidos con sus hijos deben pasar, casi como una especie de iniciación a la inversa. Como parte de ese ritual y preocupación se encuentra cuidar de los hijos para que tengan una infancia “equilibrada”; llena de todas las oportunidades que en realidad les hubiera gustado tener a los padres y que los hijos siempre desprecian porque sólo las padecen. En esta línea de pretensiones fue que por segundo año hemos metido a nuestras hijas a un circuito de natación del condado de Hazard, para citar un referente de ondón. Desde hace un mes y medio mis hijas se han sometido a un intenso entrenamiento físico para competir con otros niños, la gran mayoría gordos, y adolescentes superdesarrollados por las hormonas que consumen en la leche. Eso que en apariencia suena de lo más normal para aquellos que han tenido una infancia colmada de buenos padres para mí ha tenido consecuencias devastadoras. He tratado de jugar a que soy padre comprensivo y he entregado, con una sensación ahora de autoinmolación, mis vacaciones para perderme entre sillas plegables, aguaceros, calores intensos y albercas hasta altas horas de las noche en lugares que sólo este tipo de competencias puede albergar, albercas de suburbios gringos en las que el GPS no puede dar, porque los emails que asumen que año con año los papás son los mismos, nunca llegan completos para los forasteros como nosotros.
Alcanzar semejantes albercas en donde se vive el american dream implica salir a las cinco de la tarde, a la hora del calor, para encontrar las principales arterias de la ciudad en su única hora de atasco. El trayecto toma por lo menos una hora sin contar el tiempo de reposición que se pierde en la nueva zona imaginando su paradero. Una vez dadas tres o cuatro vueltas por el vecindario desolado donde nadie lo recorre a pie y no hay posibilidad si quiera de pedir alguna señal a algún transeúnte generoso, el encuentro con el oasis se da casi como por arte de encantamiento. El avistamiento del destino se anuncia con un grito de júbilo, casi como si en el carro ocurriera una epifanía o si estuviéramos contemplando alguna aparición de la virgencita de Guadalupe que vino desde lo alto a darnos el mapa tan necesitado. “Ahí está papi” me revelan mis hijas con alegría y con un gran alivio porque esa vez no nos perdimos… tanto. Las niñas saltan de contento y yo doy un profundo respiro por haber completado mi misión y haberlas traído a que compitan con monstruos superdesarrollados. Sin embargo, el júbilo no tarda en convertirse en angustia porque los calentamientos están muy próximos y como dice María “are crucial to refine the strokes and have a sense of the pool, papi”. El pánico me hace su presa porque, claro, si ya he venido de tan lejos (literal, literal) lo menos que puedo hacer es otorgarles toda la diversión en la que yo mismo las metí. Las animo a que se adelanten para que les pinten en el brazo su nombre, categoría y estilos que tendrán que nadar. Mientras tanto yo saco del carro mi parafernalia que he traído a cuestas: una hielera con una dotación de juguitos, tres botellas de agua para que no se deshidraten las criaturitas, dos Diet Cokes para que no me dé el bajón y yo no engorde mientras contemplo alguna que otra competición, cinco sillas plegables, tentempiés para que no se mueran de hambre mientras esperan su turno, toallas, gogles, bloqueador, camisetas con el logo del equipo y sobre todo material para no aburrirme durante las 4 horas que pasamos bajo el rayo del sol: música y material de lectura, no muy sesudo porque tampoco se puede reflexionar con humedad en la piel. Siempre procuro instalarme en un rincón de la alberca para tener una perspectiva menos accidentada, pero sobre todo para no ser molestado por algún papá o mamá que piense que como voy solo (B. se ha quedado estudiando para completar su clase de verano) necesito compañía para que él o ella no se aburran. Confieso que una vez que marco mi territorio gozo de un momento de paz y de tranquilidad para leer y oír música, del que sólo me saca el turno de alguna de mis hijas que sólo nadan como “Exhibición” precisamente porque no gozan de la misma musculatura que un niño alimentado con comida rápida y de microondas. En otras palabras, no las consideran para sumar puntos y ganar como equipo, sino por “diversión”, aunque a María no le divierta mucho llegar en último lugar.
En los primeros dos traté de alentar a mis hijas con gritos desaforados pero hacia el tercero me cansé y ahora sólo estoy al pendiente cuando me llegan a decir lo duro que fue la competencia, las oigo, les doy agua y las animo a que los hagan lo mejor que puedan. Después me entrego una vez más al sudor y al libro que he escogido para la ocasión en turno. Quiero pensar que, al final de los tiempos quizá antes del Apocalipsis, en mis hijas el recuerdo de que su padre las llevaba a nadar en mitad del calor, aunque ninguna de ellas ganara, las hará mejores personas. Cuando menos ellas han hecho en mí lo suyo.
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