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Nostalgia de la infancia



Desde hace algunos meses sostengo una conversación más o menos regular por medio de Skype con mi hermana. De ser posible nos buscamos una vez a la quincena para hablar de cualquier cosa que salga a colación. Casi siempre deriva en ponernos al tanto de nuestras vicisitudes familiares y personales, pero sobre todo, creo yo, para sentir que todavía tenemos familia (aún queda nuestra madre pero sólo como idea porque desde hace mucho tiempo, tal vez desde que nacimos, no ha querido saber nada de nosotros). Esto dentro del terreno común no tendría nada de extraordinario, sólo un par de hermanos hablándose con cierta regularidad. En nuestro caso es un poco diferente. De alguna manera somos desconocidos, pese a la diferencia de un año que nos llevamos. Todo esto ya lo había intuido desde hacía tiempo, pero en cuestiones familiares es posible que los límites de interacción se pierdan para dar paso a relaciones inusitadas, siempre con marcas de ansiedad. En un afán de mi parte por recordar aquello que fue mi infancia, y después de hacer una valoración racional y encontrarla terrible y abominable, descubro que no fui el único en percibirla de esa modo. Mi hermana también argumenta no haberla pasado muy bien, si no es que peor, me dice, no lo sé. En la última conversación hablé de cómo en mi etapa (que es como le he tenido que llamar a los cambios continuos de residencia rodeados por la presencia intermitente de mis padres) en la que viví por tres años con mi tía y mi prima en un pueblo minero en la mitad del desierto peninsular de Baja California había sido más o menos feliz. Ella asintió diciendo que para ella cuando estuvimos en aquel lugar también lo había disfrutado pero que la ausencia continua de nuestra madre en ocasiones lo había hecho muy difícil. Más que lamernos las heridas en una especie de terapia familiar a larga distancia, lo que produjo en mí fue un desconcierto. “Entonces tú también estuviste en Cachanía” le increpé incrédulo, porque según yo, yo había pasado esos tres años sólo con mi prima y mi tía. “Pues sí claro…” me respondió con autoridad además de citarme las actividades a las que nos dedicamos en aquel pueblo desértico. Mi estupefacción e incredulidad siguió en aumento. “No te ubico en mis recuerdos” le tuve que confesar. Además de sentirse nulificada por mi comentario noté un poco de su malestar porque yo no podía creer que hubiéramos estado juntos. Por un lado me alegré de saber que ella me tuvo a mí para no saber que su círculo familiar se había completamente derruido; por otro, también comprendí que en la vida uno acaba siendo emblema y figura sin ni siquiera planteárselo. Después de eso me dijo que en realidad ella había estado más tiempo sola que yo, porque a ella la mandaron a vivir en el exilio sonorense desde los 4 años de edad con otra tía. No continuamos con más espesuras porque se tenía que ir. Sin embargo, en ese momento de la infancia, también lo entendí, vivir hacia el interior era como vivir tratando de mitigar la sed de reconocimiento paternos, hacer que su decisión no fuera suya sino producto de nuestro mal comportamiento y pobre rendimiento académico (en mi caso). Según yo, esa había sido la causa por la cual se me había exiliado desde la ciudad de México, pero al corroborar que mi hermana también había sufrido la misma suerte, todo mi esquema mental infantil se ha reducido a escombros.

He tenido que replantearme toda mi infancia y ahora mi vida adulta para no seguir cayendo en todos lo excesos en los que he tenido que refugiarme: pensar en todo el tiempo que perdí defraudando a mis padres por mis decisiones sin sentido y lo que es peor, albergando una culpa que años de terapia no me han quitado. Todo este tiempo que he tenido que invertir en no verme como un fracasado, en no verme sólo como no he podido ser: millonario, poderoso, laureado. Estas maneras absurdas que tiene uno de mitigar ese primer abandono que no se consigue olvidar y que queda como una impronta en todos los niveles. Este camino literario que persigo y que sólo busca un reconocimiento para que mi madre, mi padre ya muerto, vean que aquello que soy es algo admirado y alabado por todo el mundo aunque no sepan que es finalmente a sus costillas y gracias a su abandono que he tenido que construirme en palabras. Que si escribo no es para manipular la realidad de lo que hago y para evadirme de un mundo que me gustaría modificar, sino únicamente para tratar de hacerme real, de buscar en el tejido lingüístico mi nombre que me haga humano, que me saque de mí mismo, porque a veces no puedo ni siquiera contemplarme, porque sólo veo un monstruo de mil cabezas que quiere destruirse, devorarse, sacrificarse, vengarse por todo aquella soledad que no entendí y que, si ahora entiendo, no me la he podido quitar de encima. Escribo para reescribir ese rencor que experimento cuando se llevan a la bolsa los premios de los concursos en los que no participo, por temor a que mi madre descubra que no he ganado y me diga cuando nos veamos: ¡te lo dije, no sirves para nada! Escribo para no perderme dentro de mí, para no olvidarme que aún tengo una vida que debo entender más allá de convertirla en palabras. Escribo para no desesperarme cuando creo que mi desesperación por continuar aquí no tiene sentido. Escribo para que mi esposa me quiera y me entienda. Escribo por curiosidad, y también escribo para ver qué escribo si escribiera.

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