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El Reino de la Magia


Una vez que nuestro viaje comenzó, la fascinación que nos rodeaba a todos llenaba nuestras esperanzas de que el día intensamente caluroso traería consigo el sol de la diversión garantizada y de seguro, pensé, una deshidratación inminente. Les recordé a Berenice y a las niñas no olvidar las cantimploras de agua de aluminio que compramos ex professo para evitar cualquier visita a la
enfermería y sueros nocturnos, así como los ponchos contra la lluvia que nos estuvo persiguiendo durante todo el camino. Nos montamos al trencito que conduce al primer filtro del parque: las taquillas. Para ahorrar tiempo y sobre todo para forzar el viaje y no arrepentirme reservé las entradas en el sitio electrónico, después de todo el Internet es de lo gringos.



Al apearnos del cochecito de más de 50 vagones tirados por una especie de trailer en miniatura que nos dejó a la entrada, la masa amorfa de alrededor de 150 almas nos enfilamos a dejarle a Walt y su mundo 70 dólares por persona por día. Una pequeña parte del contingente, seguramente los más leídos y para marcar nuestras diferencias y adquirir nuestra dimensión humana, nos dirigimos a recoger, vía despersonalizada y altamente sofisticada, nuestro boletos en el dispensador automático. La máquina nos dio las gracias, después de tragarse nuestras tarjetas de crédito, y nos dijo que nuestro pase serviría sólo para un par
que por día y que si salíamos y pretendíamos regresar, debíamos hablarlo en la oficina de atención al cliente. Abajo del dispensador tomamos un mapa para programar e implementar algunas de las técnica en las que deberíamos de atacar el parque. Berenice se había dado a la tarea de ilustrarse en un sinnúmero de estrategias en los días anteriores a nuestra empresa. Si algo habría que agradecerle y hasta aplaudirle al pueblo anglosajón es su capacidad para controlar flujos humanos y presentar un mundo altamente ficticio con todas las apariencias de verdad.





Creí que después de recoger los boletos ya estaríamos dentro de los dominios de la diversión, sin embargo, una vez descifrado pobremente el mapa ilustrado en caricatura y gracias a la multitud de sonrisas, todavía octogenarias, descubrimos que lo bueno aún no empezaba. Teníamos dos opciones: montarnos en un metro panorámico, al que llamaban monorriel, conducido como por arte de magia o de demonio computarizado del que no se veía rostro, o abordar un barco de vapor, que parecía sacado de mundo de Tom Sawyer. Como no había tiempo que perder, más que nada presionado por la disminución que mi hacienda acaba de padecer, sugerí entregarnos a la especie de metro elevado al que se dirigía el grueso de la multitud apostando por la rapidez de la tecnología. Nuestro momento para la documentación de la Odisea había comenzado y le recomendé a Berenice que no dejara de perder pista para dejar constancia de nuestro devenir, en caso de que hubiera que compartir nuestra felicidad para envidia de los demás. El metro pasó sobre un lago artificial de tamaño considerable que mis hijas confundieron con el mar y sus profundidades. Nuestro metro hizo escala en un par de hoteles de gran lujo en plena reconstrucción hasta que por fin alcanzamos lo que sería nuestro destino.

--Is this Magic Kingdom, Papi? Me preguntó Cami, a lo que tuve que responder con un vacilante y medroso “Sí Camilita… Este es El Reino de la Magia…” “Yeahhh… I can’t believe it…!” gritó dejando el alma en su emoción, mientras las otras dos coreaban y apoyaban su júbilo con aplausos y sonrisas.




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