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Escribo para forjarme un destino. Mi discurso sirve como cicatriz desde donde espero leerme en la distancia. Fui un hijo bastardo en el estricto sentido de la palabra. Mi padre estaba casado legalmente con su primera esposa y mi nacimiento coincidió con la discusión sobre pensiones alimenticias, responsabilidades paternas y familias divididas. De mi historia sé poco. Los que pudieran haber hablado de ella ya se han ido sin ventilar el producto de sus disquisiciones y todo lo que sé no alcanza a clarificarme un destino o una necesidad de ser algo dentro de una familia. Mi padre murió hace tres años después de tres embolias y una úlcera sin habernos deseado una feliz vida y una placentera muerte.



Escribo para reconocerme, para buscarme dentro de estas palabras que son lo único que me conforman. Soy sólo esto, emblemas, signos que se dibujan sobre superficies inexistentes. No pienso en la conformación que el otro que me lee le pueda dar a mis reflexiones, sino sólo lo hago para pensar en mí mismo como una entidad discursiva, lejos de una realidad corporal. El término adecuado sería solipsismo, diálogo conmigo mismo, logos retardado, preso dentro de esta arte combinatoria. Me alejo de mí con el afán de salir un poco, de tomar un paseo por las estepas de mi lenguaje confuso que encarno como una necesidad expresiva. Salgo de mí para recorrer algún camino y desde ahí escribir una postal para mis hijas. Sobre todo escribo porque las flores mueren muy rápido y Berenice las cuida con devoción para retardar su partida.

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