Pater Familias
Con la paternidad el mundo y su pedagogía devienen en una suerte de expresiones maniqueas. El mundo se vuelve un lugar de absolutos y de aseveraciones tajantes. Cosas por las que jamás me había preguntado se transforman en material debatible para mostrar la intolerancia y la angustia de ser padre. Las explicaciones que se tienen que dar deben encuadrarse dentro de un esquema de intelección infantil, que no siempre resulta asequible, sobre todo cuando todas ellas estuvieron ausentes dentro de la propia infancia de quien tiene que facilitarlas. Los números de libros que hablan sobre cómo uno debe educar a sus hijos se multiplican, mientras los programas de televisión en donde los niños, que han dejado de serlo para convertirse en monstruos, son domados por una especie de super mamá salvadora, nos recuerdan que la paternidad puede ser algo doloroso. De ese modo, el universo del padre se convierte en un reino de aproximaciones y, la mayoría de las veces, fracasos. Hoy más que nunca, con tres hijas encima, me despierto en la mitad de la noche para reconocerme como un tipo por demás intolerante. Gracias a la pedagogía y sólo por el bien de la educación mis reflexiones sobre valores absolutos se han convertido en dos entidades irreconciliables. La moral burguesa, que nunca he sabido cómo evitar, me visita para llenarme de miedos sobre el futuro de mis hijas inmersas en una sociedad de consumo, es decir, en el mundo. No sé si todos los padres compartan estos mismos miedos. Lo cierto es que como Berenice y yo tenemos hijas desde hace mucho tiempo, once para ser exactos, y debido a nuestro sentimientos de extranjería, los demás padres nos ven con indiferencia y hasta con asco. Por supuesto y como es de esperarse, creemos, o mejor dicho, quiero creer, que como no somos parte de este mundo anglosajón, esa educación, o como dijera Almodóvar, esa “mala educación”, no nos compete porque fuimos educados en lo que he llamado “la pedagogía de la pobreza”. Educar en ese sentido, se ha vuelto no sólo una preocupación sino una agonía constante de la cual nos sentimos liberados. Dentro de esa pedagogía tercer mundista, creemos que el desperdicio no es positivo; que el derroche no es algo que deba promoverse y que la familia, término que aún no alcanzo a descifrar, puede constituir nuestro único asidero. Hablamos de valores morales y creo convertirme en un moralista. Ser inmoralista cuando se tienen hijos que educar es firmar una sentencia de penurias que no quiero corroborar.
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