
En el ensayo de Claudio Magris sobre “Linneo y la Divina Némesis,” los problemas de la botánica se transforman en preocupaciones morales, por tanto en problemas de clasificación. Y es que en esto reside todo el problema, el afán constante por la clasificación. Las relaciones de causa-efecto son las que determinan los comportamientos y las recompensas, si las hubiera, que a la postre trae la vida. La moral se convierte en un terreno en donde las acciones son corroborables por lo que sucede con el tiempo. Recuerdo que mi madre hacía uso de esta lógica para justificar el castigo de mi mal comportamiento. En sus términos era “castigo divino”, en literatura “justicia poética” en mi vida, una acumulación de resentimientos. Toda clasificación trae consigo una soberbia, un ufanarse de la capacidad de abstracción. El que clasifica siente que dentro de un esquema lógico aquello que agrupa conlleva a una serie de elementos definitorios que conducen a la igualdad; descubrir ese igual es entonces donde radica la magia. Así, los malos son siempre malos porque se juntan con los malos y los buenos, nosotros, nunca hemos cometido pecado alguno y si lo hicimos podemos arrepentirnos y salir magnificados por tamaño arrepentimiento. Los que sufren un castigo es porque han sido maldecidos y nosotros, benditos, estaremos siempre del lado del bien. Ahora entonces sólo son buenos aquellos que son como nosotros y malos los que distan de ser como nosotros. Las sutilezas no están dadas para la explicación del mundo, ni de la moral, lo evidente es lo que cuenta, aquello que se ve y se palpa. Mis acciones son las que perduran, aquello que pienso en privado no tiene ninguna repercusión porque no cruza el umbral de mis sueños despiadados.
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