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II

Arturo, como su padre, tuvo la fortuna de ser el protegido de la misión. Era el regalo que María atribuía al amor prohibido. Los trabajos de evangelización y colonización de los jesuitas continuaron hasta su expulsión en 1767. Arturo
Eusebio fue parte activa de la evangelización de los indígenas de la península y, bajo las enseñanzas agrícolas de los misioneros, pudo sostener a sus demás hermanos. Cultivaron el higo, el trigo y pastoreaban un rebaño de cabras de las que extraían productos lácteos. El desarrollo de la región fue muy lento. Después de la expulsión de los jesuitas en todos los territorios españoles, la península fue olvidada hasta entrado el siglo XIX cuando los dominicos quisieron retomar el proceso evangélico. Al irse los misioneros, la mayoría de la gente que había llegado con ellos siguió sus pasos. A la muerte de María, tal vez de gota o de cansancio, Arturo Eusebio decidió regresar a Sonora, pero sin abandonar del todo la tierra adoptiva de su madre. Llegó al puerto de Guaymas en donde trató de establecer una rudimentaria relación comercial marítima con Loreto, vía un nuevo asentamiento minero establecido por los dominicos: Santa Rosalía. A la par de su industria y educado por los misioneros se dedicó a la noble tarea de la docencia. Se aventuró un par de ocasiones para ir a la capital de México y hacia principios de 1800 se vio envuelto en la necesidad de una renovación social. Fue portador de las ideas de libertad e independencia de México ante la invasión de José Bonaparte en España y sostuvo un serie de reuniones clandestinas en contra del absolutismo francés. Nunca aceptó ningún rol de líder, pero sí de transmisor. Viajó a Guadalajara en donde trató de expandir su comercio y sus ideas. Mientras extendía su industria, ya al final de su vida, sostuvo amores con Carmen Silva, reciente inmigrante del algún pueblo gallego, con quien tuvo digno de mención, a Nicolás. Consciente de la oportunidad que podía tener su hijo en una ciudad, y al ser de tez blanca, reconoció al hijo y le heredó toda su hacienda.
Nicolás Carrillo tuvo una instrucción marista y con la buena administración de la gallega nunca les faltó nada. Nicolás estudió medicina en la Escuela Nacional de Medicina en la Ciudad de México. Se empapó de ideas revolucionarias y trató de ser una pieza fundamental del nuevo entramado social. En una acción equiparable, y gracias al relato de la madre acerca de la entereza de sus imaginados antepasados, determinó aventurarse una vez más en aquella indómita geografía. Volvió a la región árida en medio de la nada dispuesto a traer la salud del cuerpo, tal vez también con algún reconforte espiritual. Entró por el puerto de La Paz hacia 1912 en plena efervescencia revolucionaria. He oído que al mismo tiempo que salvaba una vida, si era preciso, no vacilaba en quitarla. En la península no hubo gran contratiempo revolucionario, alguna emulación al gran proceso, alguna propuesta olvidada, algún tratado firmado, nada más. Encontró, dicen, el amor varias veces, su primera mujer murió de leucemia, la segunda de alcoholismo y la tercera de muerte natural. Con la primera tuvo un hijo que la tristeza de la pérdida le impidió atender. Fue mandado a la capital de México a un internado, su nombre fue Enrique, mi padre. Nicolás se estableció cerca del puerto de La Paz, a unos 50 kilómetros en donde se apropió de una hacienda “El pescadero”, botín de la causa rebelde. No volvió a ver a su primogénito hasta que cumplió los 18. Nicolás le sugirió autoritariamente que se convirtiera en médico. Así lo hizo. El padre fue parte de la apuesta civilizadora de la región. Erigió el primer hospital y comprometió a su hijo en un casorio que extendiera su buen nombre y según mi padre, su infelicidad.
Enrique tomó su primer trabajo después de egresar de la Escuela Nacional de Medicina de la Ciudad de México como médico general de una isla cercana al puerto de Santa Rosalía hacia 1952. Permaneció activo dos años, después no volvió a curar a ningún enfermo.
En su lecho de muerte Nicolás Carrillo le pidió al general Ortega, gobernador impuesto del territorio y héroe de la revolución del norte, que cuidara de su hijo nombrándolo jefe del entramado institucional que había erigido. La distancia y el aislamiento que siempre ha padecido ese desierto hicieron que el triunfo de la revolución relegara aún más su desarrollo incipiente. El territorio estuvo gobernado por gente del “centro”, militares de la revolución, por lo general, castigados o exiliados. A muchos de ellos el rencor, aunados con el calor insoportable, los hacía actuar, a los ojos de los demás, como seres enloquecidos. Uno a uno los veían huir después del primer mes de calor para esperar a otro con la esperanza de que el siguiente fuera más tolerante a la vida cotidiana. A causa de la imposición centralista, la población de escasos 10 mil habitantes organizó un movimiento en defensa de la facultad de autogobernarse, lo llamaron Frente Unido Sudcaliforniano. Clamaban por gobernantes de “arraigo” o con “raíces” --algo por definición imposible en un desierto estéril.
Los historiadores locales y chovinistas tienden a magnificar el hecho, lo cierto fue que el FUS, como le llamaron, sólo estaba constituido un puñado de gente protagónica y envidiosa de las reformas centrales y de los intereses de una capital imaginada. Para demostrar lo contrario el general Ortega cumplió la palabra empeñada a Nicolás y nombró a Enrique jefe de los servicios de salud en el territorio. Mi padre se convirtió en un hombre de arraigo de una geografía que no le pertenecía. Fue el comodín de las reformas sociales y el hombre que afirmaba el compromiso del gobierno mexicano para con las demandas particulares de la nación. Con escasos 26 años dictaba el orden y lineamientos de la salud pública. A sus 32 fue embajador de los intereses de Baja California ante el gobierno central y dos años más tarde primer senador del incipiente y recién creado Estado. Su hacienda se incrementó considerablemente. Hizo regalos a los centralistas y cultivó amistades. Su carácter dual y su función de puente lo hacían el perfecto elemento para conciliar dos realidades disímbolas.
El fantasma de Nicolás, aunado a la maldición del lugar y los deseos de conquista de mujeres amazónicas y guerreras, hicieron que Enrique encontrara en su matrimonio impuesto la causa de un malestar que le cubría el rostro de tristezas. Su esposa de nombre Lorena, con historia infame, no resistió a los caprichos del calor y a la soledad de la península. Se entregó a la bebida y buscó compañía. Al enterarse Enrique de sus infidelidades, con el corazón --tal vez más acertado sería decir, el orgullo destrozado--, la dejó y dicen que Lorena enloqueció. El matrimonio nunca se pudo nulificar ante la iglesia.
El episodio no fue lo suficientemente escandaloso para restar la autoridad que había ganado con el correr de los años. Su carrera política fue en ascenso a la par que sus negocios en la industria textil y de hidrocarburos. Presidió el Comité Ejecutivo Estatal del Partido en cuatro ocasiones, y un par de veces fungió como Delegado Nacional en época de elecciones para supervisar las campañas estatales del partido oficial. En alguna de sus correrías Enrique visitó el poblado de Santa Rosalía. Allí conoció a mi madre, Irene Iturriaga, producto de alguna mezcla irrastreable venidos de Sonora, Arizona o Santander. Llevo el apellido y el nombre de mi padre, aunque a los ojos de la iglesia, del mundo, yo sea un bastardo, un hijo ilegítimo.
Vivieron en concubinato por el resto de sus vidas. Mi padre fue el único hombre que mi madre dijo haber amado. Si bien es cierto que después de lo que él llamaba su “primera decepción” hubo otras, mi padre parecía tenerla en alta consideración. Jamás se expresó mal, ante mí, de ella.
Ambos jugaron su rol social. Una traición política le quitó toda la entereza que tuvo. El país se abrió a la democracia y el partido en el poder empezó a perder plazas menos sustantivas, una de ellas la candidatura a la alcaldía del Estado de mi padre, ofrecida como paliativo a una gobernatura a la que se creía merecedor natural. La derrota los hundió. No sólo perdieron una candidatura sino el motor de sus vidas. Mi padre no pudo tolerarlo. Ambos se dedicaban a recrear su época de poder absoluto, lloraron su derrota hasta que consumió a mi padre de pena y angustia, junto con un cáncer de estómago. Murió junto con el siglo.
Después de su muerte, mi madre enloqueció, sufría de delirio de persecución. Una dosis más fuerte de sedantes la hizo partir a buscar justicia junto a mi padre. Sus detractores buscaron la manera de dejarme en la calle por un revanchismo político y absurdo. Mediante ardides fiscales y situaciones legales lograron apoderarse de algunas de mis propiedades. Fui forzado a abandonar la árida y desértica Baja California. Jamás dominé el arte de la confrontación armada. Con parte de la fortuna que me pude rescatar elegí el anonimato de una ciudad europea. Me entregué al estudio de los signos y su repercusión en el mundo. Fue entonces cuando Emma apareció, con ella pude situar mi humanidad en el mundo. Alguna vez le conté esta historia y se rió a carcajadas, supe entonces que estaba a salvo.
La amé como quien descubre una tierra. Habité en ella y me aislé de todo, incluso de mi lengua. Conseguí desistir de mis intentos suicidas. Abandoné el país tal vez por falta de entereza de luchar por aquello que creía mío, o por necesidad de iniciar mi propia historia.
Provengo de una linaje incierto de pobladores de una península desértica. Muchos han clamado su conquista, otros tantos le han declarado su amor y han matado por su identidad. Soy parte de un clan incierto, tal vez imaginado, de primeros pobladores del sur de una casi isla. Soy un apátrida exiliado de un lugar imaginado, soy un sobreviviente. Soy un cobarde.

Hampden Sydney, Virginia

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