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El poder de su firma*


A una de las actividades a las que me he dedicado con asiduidad ha sido la práctica constante de mi firma y nombre; a adivinar, groseramente, cómo y cuándo veré mi nombre impreso en la portada de un libro imaginado. Me entrego a esos devaneos existenciales cuando en un sábado por la noche no tengo nada mejor que hacer que practicar mi caligrafía. Recorro cada papel que encuentro para imprimir la firma que me sacará del anonimato y que, con suerte y un poco de contactos, aparecerá en la portada de un libro cuando mi vida esté cerca de su final. Imagino mi nombre teniendo un respaldo y una reputación, lo imagino siendo transformado en un nombre desde el cual la autoridad ejerza todo su poder para condenar, exaltar, motivar o condenar, la ineptitud de los otros.
Por eso practico el peso de mi escritura, desde mi ser autorial perdido en el este de Tenesí donde, sin ancestros, mis desarraigos comienzan a gritarme más fuerte todavía que no soy parte de este mundo, aunque me hayan otorgado un número de seguridad social, una deuda bastante respetable y un par de hijas que ya forman parte de la estadística de invasión silenciosa hispánica.
Cuando era más joven y pensaba en que era un desarraigado, me miraba siempre con ojos de autocompasión, me sentía absolutamente solo y culpable porque ni siquiera podía decir de dónde era. Creo que por eso escribo mi nombre con tanta frecuencia, en cada papel que me encuentro, con cualquier pluma que tengo a la mano. Así, cuando menos, con mi nombre puedo sentir que me llamo de alguna manera. Por eso escribo un poco lo que soy, o lo que creo ser. En medio de mis temporadas desérticas me reproduzco a toda costa, me afirmo a toda costa para que mi estructura vacía me diga que no soy nadie y que al mismo tiempo soy todos: todos los que veo y a quienes no conozco, con quienes no comparto nada, a veces, contadas veces, la lengua rancia, el alimento o el olor a mierda debajo del asiento.
Me lleno como un recipiente desde el que no saldrá y no quedará nada. Es como entrar en el vacío del tiempo en donde nadie dice nada por miedo a reconocerse con el otro. Todos estamos vacíos, perdidos, en medio de un camino que debemos recorrer, con miedo, a tientas, como si el tiempo existiera continuo. Y dentro de ese tiempo, somos una imagen hecha de cualquier cosa, una isla, un espacio que algún día tuve y del que he salido ahogado, mistificado, como una sombra o como una idea.
Aún no estructuro a mi personaje, no me fío de los otros. Esa es la sombra o la idea que subvierte el orden de las cosas. He optado, casi por soberbia, en cerrar las puertas a los demás para intentar bastarme a mí mismo. He decidido sentir mi soledad y llenarme de mí mismo, porque aún, sin intuir el sentido, me destruyo, me comporto como un cobarde que huye de todos para contemplarse en silencio, masturbarse con vergüenza, alquilar películas porno disfrazado, y soñar con el sexo de quienes se han ido o todavía están.
Tal vez por eso me repito al escribir mi nombre. Pienso en la fama que llegará sin duda y me dará la posibilidad de reconocerme en el otro, de recorrer el espacio de mis letras apoyada en el papel, verme, hablar en tercera persona de mí, y confrontar ese espacio que imagino.
Aquí desde donde emito mi discurso, desde donde aprendo a contener mis impulsos para no llorar a moco tendido, me doy cuenta de que el personaje sólo es una proyección lingüística de alguien que imagino, de alguien cuya existencia es falsa. Mi personaje no existe, sólo es la figuración de algo que me gustaría encontrar; porque con el encuentro con el otro, con su mirada, me alimento. Ahora que mi mujer se ha ido, mi encuentro y definición se han perdido con ella. Mi existencia sucedía porque me adivinaba en sus ojos, porque de su pelo podía asirme para no caer dentro de mi abismo, para no llorar por el desconcierto que me produce escribir sin un personaje, alguien que como persona, suplantando tal dimensión humana, me dé una idea más concreta de la sustancia con la que estamos hechos.
Existo porque escribo y mi personaje no lo hace. Existo porque escribo y tengoo un nombre que aún no me cuadra, su sonoridad no me convence. Aún no sé si mi nombre, absolutamente impronunciable desde la lengua anglosajona, valga para algún truco publicitario o para algún juego de palabras brillante por algún otro crítico dado a las acrobacias lingüísticas de una historia sin personajes. Lamentablemente no soy un personaje, tal vez esa sea la dificultad de volver a recorrerme como si en realidad lo fuera. Y si me enmascaro, me vuelvo estático como personaje que acabará cuando el libro termine. Un personaje no puede vivir más allá de su historia, de su entorno, de sus mismos antagonistas que necesita para llevar a cabo su exaltación, su creación, su ingeniería lingüística, que alguna vez mencioné páginas atrás. El personaje vive encarcelado dentro de su mundo del cual no podrá escapar. Y yo ¿puedo escapar del mío? ¿de recorrerme como lo hago por mi escritura, por la firma que ejercito con frecuencia?, ¿no seré yo también un personaje? Y ¿en qué medida aquellos que fueron inventados, creados de la nada, de un rasgo aquí, de una aventura allá, son más humanos que yo?
Lo único que busco es una historia que contar, con personajes que se asemejen a la vida de quienes me sienta orgulloso o sencillamente devastado por las fuerzas que los demás imaginan de mi constructo: producto todo de las contradicciones.
Ahora me dedico a la búsqueda de las contradicciones como actividad profesional, a descubrir las fisuras, a leer cuidadosamente palabras escritas por otros. Destruyo para volver a construir. Por eso busco personajes para decir cualquier cosa de ellos, cómo son o el por qué de sus motivaciones, cómo aman y por qué aman de ese modo. Busco sus esencias y su renovación. Busco un lenguaje oculto que me ilumine de una puta vez. Y es que creo en el ocultismo, creo en el culto de ocultar las cosas. Por eso aún no he revelado mi nombre, porque al único que le importa, al final, es a mí. Me confundirán con mucha gente, me crearán una descendencia y descubrirán a mis ancestros, hablarán de mis influencias y de mis nombres secretos con los que me oculto, pero sólo me oculto en el mundo, en el anonimato de la humanidad y no en el mundo de los personajes. Por eso soy cualquiera que trate de decir cualquier nombre. Por eso mi nombre no importa, porque con ese nombre los demás me construyen, me abominan o me aman. Y cuando me aman dejo de ser el nombre con el que me construyo una historia, soy otro: papi, lindo, yo, tú, tío, güey, cabrón; soy entonces cualquier entonación melódica o no, que oculte lo que siento, muy hondo, cuando pretendo responderme tantas cosas que han sucedido y tantos abismos con los que me cubro.
Por eso, al final, me escribo para contemplarme en el trazo de mi letra, para descubrir si mi firma tiene algún poder, como dicen en la tele, y si de ella surge mi identidad, aunque sea mezquina.

*Este texto pertenece al libro Tennessee River




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