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Los perros de la decepción




            Leí por primera vez a Rulfo cuando tenía 19 años. Me topé con él más por azar que por un sentido programático en mis lecturas aleatorias y desordenadas. Alguien lo había dejado abandonado en el cuarto de atrás de la casa de mi tía en el Esterito en La Paz. Al buscar privacidad para ir al baño lo tomé al paso (ese baño era el único que podía cerrarse con llave y en la casa sólo había dos para once gentes). Eran sus cuentos. Lo abrí al azar y decidí leer “No oyes ladrar los perros”. Mi decisión se vio reafirmada por esta fobia canina que no me he podido quitar en cuarenta años. Pensé que como Batman había confrontado sus miedos entregándose a su nahual yo podría empezar de alguna manera explorando lo que alguien podía decir sobre perros que ladraban. Los diálogos me parecieron ingeniosos y siempre leí el cuento desde la perspectiva del hijo. La del padre me había parecido ajena. Ahora que ya han pasado más de 20 años desde aquella mañana de verano, he leído el texto desde hace tres años a través de la perspectiva del padre para enseñarlo en mis clases de “Teoría Literaria”. El ansia de la paternidad me ha movido a reconocer tal vez muchas cosas que nunca he revelado a los cuatro vientos: la decepción. Toda paternidad ha sido opacada, en algún momento, por la decepción del hijo. Ya sea abierta o velada, la decepción es parte de esa angustia de ser padre y a veces el padre no puede ocultarla. Cuando se revela físicamente en el rostro del padre, el hijo se siente inadecuado, malquerido, culpable, un fracaso total y desea no haber perdido esa parte del paraíso que su padre veía en él para ser recobrado. En el cuento el hijo no sabe que su padre se decepciona de él al final una vez más al llevarlo cargando al pueblo más cercano para que lo atienda un doctor y no muera. El hijo es un asesino y muere; ya en ello hay una decepción grande. El cuento termina con el reproche del padre “No me ayudaste ni siquiera con la esperanza”. Los perros se oían ladrar en todo lo alto.

            Yo sentí por primera vez la decepción que le hice experimentar a mi padre cuando le dije que quería entrar al Colegio de México a estudiar la carrera de Relaciones internacionales y no pasé del primer filtro. La decepción le inundó el rostro. Me había prometido si pasaba un auto último modelo, un guardarropa nuevo y vacaciones europeas en verano. “Olvídate de todo” me dijo cuando se enteró de que su hijo era lo más cercano que había conocido a un idiota. La segunda decepción fue más radical y llegó cuando lo engañé bajo una serie de artimañas para que pensara que no todo estaba perdido y que aún estudiaría algo de provecho. Hice el examen de selección de la UNAM y quedé en el plantel de la ENEP Aragón. Para entonces ya había aceptado su derrota y decidió mejor reformar a su hijo en desgracia. Mediante conectes logró sacarme de la ENEP a la que, había oído, se tenía que llegar cruzando el aeropuerto hasta llegar a tierras desconocidas. Fui un par de semanas. Después de ser transferido de Aragón a la Facultad de Ciencias Política completé un semestre sin calificaciones dignas de orgullo para un padre. Al terminar el semestre decidí darle una tercera decepción a mi padre. Le dije que estudiaría letras y que haría todo para cambiarme de Facultad. Su rostro fue más escueto que lo que había sido y no me respondió, o si lo hizo no dejó huella en mí. Quería ser escritor y era lo único que se me ocurría que podía estudiar para serlo. Pensé que las negativas y las decepciones que le había causado se traducirían en una inminente confirmación de mi vocación pero sobre todo de mi talento (había visto muchas películas de santos). Ingresé a la Facultad de Filosofía y Letras al año siguiente. Después de esto mi padre siguió cosechando decepciones de su hijo. Cambié de amistades fresas de San Ángel,  el Pedregal, Tecamalchalco, San Jerónimo y la Del Valle por mariguanos y alcohólicos de Coyoacán, la CTM Culhuacán, Villa Olímpica y Fovissste. Dejé de oír música en inglés que no entendía para oír música en español y bailar folclor como ansioso por encontrar algunas raíces que se me habían perdido en la colonización. Mi padre lo supo y me reprimió. Claramente era un rebelde sin causa y lo único que podía darle eran tristezas y decepciones que nunca acabaron. Me casé con B., una chava mayor que yo de Fovissste, a la puberta edad de 23 y seguí acumulando decepciones en la cuenta de mi padre. Tuve una hija a los ocho meses siguientes y mi vida se me complicó más de lo que alguien de 24 podía querer. No había acabado la carrera y ya tenía esposa e hija. Mi vida claramente iba de pique y todos además lo sabían y le daban la razón a mi padre. La decepción que le causaba no acababa. “Por favor, ya detente, vas a matar a tu padre” me lo advirtió mi madre melodramáticamente.

            Yo sentía que precisamente lo que hacía me indicaba que todo iba conforme a lo planeado. Las dificultades eran el signo inequívoco de que había elegido bien mi destino. Sin embargo mi padre pensaba todo lo contrario. Hace 10 años que ha muerto. Todas mis decisiones eran una especie de puñaladas que le daban ya no dolor sino una tristeza profunda para con las cosas de su hijo. La decepción fue apilándose hasta formar una gran capa que nos aisló el uno del otro. Murió de una úlcera, no de una decepción, aunque mi madre afirme lo contrario. Supongo que al final ya no prestaba atención a lo que hacía yo, para él en realidad yo era un mediocre. Esa palabra siempre fue usada en casa para designar a los faltos de espíritu, a aquellos que no habían podido resolver la historia de la humanidad y se limitaban a ver el mundo en lugar de cambiarlo. Acabé siendo el paradigma de la  mediocridad para mi padre. He continuado cometiendo errores según mi padre, dos hijas más y diez años de miseria extrema; pasé de ser de la élite priista a ser minoría en un país racista. Quiero decir que llegué aquí para estudiar un doctorado pero en realidad llegué aquí escapando de esa visión, de esa condena. No me gusta viajar, ahora lo entiendo. Mis viajes han sido sólo huidas. Lo único que he hecho es huir, huir de él, de mi madre, de la vergüenza de ser un mediocre, huir de todos aquellos a los que pude importarles y nunca me enteré de que podía.

            A veces todavía no puedo evitar sentirme mediocre y darle la razón para ir corriendo a decirle que me equivoqué, buscar su perdón y empezar de nuevo. Entregarme a su guía y hacerlo sentir orgulloso. En esta vida ya no fue. Hablé con él seis meses antes de que muriera en una conversación que no pude sostener. Me sentí culpable de hablarle sobre todo porque no lo había visto desde hacía 3 años y no podía entender una sola palabra de lo que me decía. Decepcioné una vez más a mi madre y por primera vez a la gente a la que no había decepcionado antes. Murió y no fui al entierro. Argumenté problemas de estatus migratorios, pero en realidad fue porque no tenía ni dinero para ir ni ganas de verlo. Me dio vergüenza decirlo; no quería darles la razón de que era un fracasado más y que mi madre hiciera suya la cuenta de decepciones que le había dejado a mi padre. Supongo que la transferencia de adeudos tuvo lugar y que aún se siguen aquilatando.


            Digamos que he porfiado en mis errores. Terminé el doctorado el mismo año en que mi padre murió. Lo supo y lo único que me dijo es que ya me podía reconocer como persona adulta. Cuando me lo dijo me dieron ganas de mentarle la madre y de desconocerlo abiertamente como padre. Para él mi educación seguía siendo mediocre. Había caído en un universidad de la que nadie había oído hablar en un lugar que nadie sabía cómo escribir y mucho menos pronunciar. Qué era eso sino un medio más para comprobar la mediocridad de su hijo. Cuando me aceptaron me preguntó si la universidad era pública o privada. Al ser pública se marcó una raya más en el tigre de la decepción. No supo en donde había encontrado trabajo ni tampoco la manera en la que se divide el trabajo en la academia universitaria. Cuando le dije que tenía el rango de profesor asistente, creyó que ayudaba a alguien y que algún día lo podría hacer solo. Seguro que pensaría, porque yo lo he hecho, que estoy en una universidad mediocre. No sé si ya tanta decepción en mi padre se me haya hecho costumbre y ahora yo mismo soy el que se decepciona de sí mismo porque mi padre ha muerto y ya no está en la línea telefónica para decírmelo. Sin embargo, dentro de toda esa mediocridad que me caracteriza me he seguido sosteniendo, o tal vez sólo me mantengo al margen de aquellos que dominan la marquesina para ser coherente con mi mediocridad. No sé si podría soportar tantas miradas dirigidas hacia mí para tratar de desvalorizar lo que he hecho y que además me ha costado mucho esfuerzo emocional. Tal vez tendría que pagar terapias para poder sostenerme en pie y no empezar a huir más porque me encuentro tranquilo así como estoy, aquí quiero decir, en este mundo, lejos de un lugar del que me dicen que soy y con un padre muerto que no me habla, sin cruzar palabra con mi madre desde hace seis años, expatriado sin ganas de volver, ni de conquistar fama, nombre o entrevista. Sin embargo aún albergo la esperanza de que algún día todo esto que he hecho tenga algún mérito fuera de mi reconocimiento personal. Y es que a veces la mediocridad y la decepción son perros que se oyen ladran desde lejos con temor o con esperanza: fobias de pasados presentes.

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