Correr por las nubes
En el libro de memorias What I talk when I talk about Running (2007)
de Murakami he leído unas de las justificaciones más sinceras sobre el proceso
de la escritura: escribir es como correr. Escribir no es correr pero sí es una
actividad de largo alcance. Escribir es extender los dedos sobre la página y
comenzar a hilar ideas que antes de serlo no eran más que intuiciones de todo
lo que creíamos tener, pero sólo nos ocupamos por mera aproximación.
He comenzado a correr hace muy poco como
para pretender tener un reconocimiento en el terreno deportivo, más ahora que
me aproximo con contundencia a los cuarenta y el cuerpo no se apiada. Inicié
hace dos años para ser exacto. Sin embargo, el primer año lo hice como cuando
empecé a escribir, más bien dotado por el entusiasmo y la desesperación de
saber que tenía que ir a algún lado y hacer algo con las palabras que me salían
de la boca. En mi época juvenil nunca pude correr porque me faltaba el aire y
los pies me dolían, creía estar incapacitado para ejercer una actividad física
que tuviera la tierra de por medio. Además la decisión consciente de querer ser
poeta me dirigió hacia una forma menos heroica de encontrar la inspiración:
quise ser poeta maldito y me dediqué, junto con un corro de amigos que ya no lo
son tanto, a castigar el hígado imaginando que así castigaría mi alma para ver
a Dios al final del túnel. No ocurrió nada de eso. Mi hígado sufrió lo que
tenía que soportar y mi cuerpo sólo encontró dolores de cabeza constantes que
no me sirvieron para experimentar nada más que lástima de todo el personal con
el que pretendía acercarme. Empecé a correr una mañana sólo por curiosidad, por
comprobar que aquello que encontraba absurdo, era eso, una actividad que no
llevaba a ninguna parte. Corrí a un buen paso por 40 minutos. Invadido por el
desconcierto convine hacerlo un segundo día. Sin plan esquemático, logré correr
cinco veces a la semana por 40 minutos. Unos días fueron mejores que otros. Sin
guía ni gurú continué así por un año hasta decidir ponerle un propósito a mi
desencadenado pasatiempo. En lo que va del año me he entrenado para tres
carreras, una de 5 kilómetros, otra de 10 y finalmente un medio maratón que
acabo de correr la semana pasada.
En la justificación que Murakami da a sus
líneas dice que escribe para saber qué significa para él correr. De no hacerlo jamás
lo sabría. Sin importar cuán mundana es una actividad una vez que la has hecho
por un tiempo llega a ser una actividad contemplativa, un acto meditativo. Persiguiendo esa voluntad he tratado de
buscar en cada zancada lo que hay detrás de mi cuando corro; cuando paso al
lado de alguien que me saluda porque percibe que estamos dentro de un mismo
destino. Correr es experimentar una sensación de angustia por la vida, saber
que las piernas cargan un peso que no entendemos cuando nos desplazamos por el
mundo. ¿En qué piensas cuando corres? ¿Cómo llevas las dos hora y media o las
tres o las cuatro horas mientras corres? ¿Cuál es el mantra que se asoma en tu
cabeza cuando las millas se acumulan y tu contador te dice que ya vas a la
mitad del camino? Murakami afirma que sin un mantra no podrías sobrevivir, te
quedarías tendido en la mitad del camino. El ejercicio de contemplación pasa a
ser un ejercicio espiritual de comer millas, de arrojar una piedra en un
estanque y mirar cómo las ondulaciones del agua responden a una fuerza que
enturbia la calma con la que yace el agua. Correr es un acto de fe. Es un acto contemplativo
que invoca un flujo de la realidad circundante. Una vez que leí lo que Murakami
había afirmado sobre su mantra: el dolor
es inevitable, pensé en el mío. En esa frase que me debo repetir para no
perder la concentración de que aquello que hago es sólo algo que puedo hacer.
Mi frase la extraje, creo, de Umberto Eco; es un mantra que de alguna manera ha
definido todo lo que he tratado de alcanzar: “la verdadera iniciación consiste
en no detenerse nunca”. Debo confesar que con ese mantra he podido acabar las
últimas millas de la carrera. Iniciar significa no detenerse, porque nunca en
realidad es posible terminar de hacer algo dado todo está inacabado, así como
mi marcha, como las millas que tengo que cubrir ese día. Detenerse equivaldría
a arrojar el propósito de la vida, que no es ninguno, sólo continuar. Continuar
es inevitable. Todo esto en cierta medida lo aplico a mi condición de escritor
de segunda. Escribir es mantener un ritmo, una respiración que trace el tono de
lo que escribes. Escribir es volver sobre los objetos para descomponerlos en
palabras, para resituar el universo de aquello que se ve sin ser visto, de
imaginar que alguien pasa a un lado tuyo para mandarte una mirada que no sea
eso, sino una invitación para formar objetos, para imaginar que los muertos no
se han ido y nos hablan para detener el miedo de estar vivo con su visita
marginal, con su nombre en el teléfono. Escribir no es correr, correr no es lo
que importa en sí mismo sino el hecho de correr para resistir; escribir es
resistir también, resistir un pasado miserable, encontrar un presente
irresuelto. Correr no es escribir pero al sentir el aire frío entrando en los
pulmones mientras corro siento que el mundo está ahí para ser narrado, para
ponerlo en palabras que no signifiquen gran cosa. Por eso corro, por eso
escribo, para batir récords personales que nunca alcanzaré, para finalizar una
novela que no puedo concluir porque ni siquiera la he empezado, para ignorar a
todos los que he visto; pero sobre todo, para saber que escribir y correr son
acciones simétrica que no sirven para nada sólo para hacer algo mientras
respiro.
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La Mente