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El divinal auto de las llantas ponchadas


Hace dos días el coche despertó con una ponchadura. Era una mañana extraordinaria de verano. La humedad no había subido y B. se disponía a salir por las vituallas de la quincena. Yo alentado por el día y el fresco de la mañana me propuse arreglar la bicicleta de Cami, responsabilidad que había dejado para cuando pudiera recobrar de mis archivos infantiles cómo se desponchaba. Había algo en el día que me motivaba a ser útil, cuando menos para mi familia.

La voz de María me llegó desde el frente con un grito que sonaba a un holocausto acompañado de un “papiiiii...” Pensé que serían las ganas de María porque algo ocurriera para sacarnos de nuestro ritmo pausado de vida veraniega. Decidí seguirle el juego y respondí desde atrás con un ¿qué? que sonaba más bien a indignación por descubrir que lo que me pediría habría sido algo baladí. “El carro tiene una llanta ponchada” salió su voz desde un costado de la casa por donde había salido con cara de “¡estamos perdidos y esta vez no es juego”. Al momento de oír su sentencia no supe si congratularme por mi evidente influencia en el comportamiento de mi hija o aterrorizarme porque había hecho que mis inseguridades e inquietudes pasaran ahora a terrenos más juveniles y frescos. Lo único que no pude ocultar fue la risa por lo irónico del momento. Yo ya estaba a punto de terminar de desponchar la bici de Cami cuando fui interrumpido por la urgencia de María de que fuera a comprobar que el coche efectivamente estaba ponchado. Hasta ese momento sólo algunas gotas de sudor se me habían mostrado en la frente. Al contemplar el coche para una evaluación rápida supe que lo único que podía hacer era cambiar el neumático por el de refacción, en el caso de que todo eso existiera. El calor comenzó a aumentar debido a lo complicado del asunto. Ya había hecho demasiado por recobrar el procedimiento por saber cómo se componía una bici que el de rescatar de la memoria algo que no había hecho nunca, sino sólo visto por terceros en la llantera de mi tío Víctor, me incomodó mucho más.

Decidí, presa ya del calor, atajar esa desazón que se produce cuando las cosas se descomponen y ponerme a recabar toda la información que había en el manual para reemplazar una llanta. Acabé después de una hora con un camiseta empapada de sudor y un ojo rojo pero con la satisfacción del triunfo por haber sido todo un hombre y haber completado la hazaña de cambiar un neumático en el calor de 40 grados a la sombra. Una vez examinada la llanta tenía la impresión de que ya no serviría y tendría que comprar un par de ellas. Me enfilé rumbo a Costco para comprarlas; mientras podría comer un poco de las muestras y saciar mi apetito repitiendo hasta cuatro veces en cada estación, iría solo y nadie se avergonzaría de mi conducta. El plan era bastante sensato; ya había hecho todo lo complicado y en unos 30 minutos más mi encuentro con la hombría se habría disipado para ser parte de mi historia personal. Al llegar a Costco y plantear mi caso al dependiente, éste movió la cabeza en tono de reprobación para advertirme que mi situación era extremadamente difícil. Que venderme dos llantas era casi imposible y que además iba resentir esa mala decisión de mi parte “in the long run”. Después de unos tres años mi transmisión no me perdonaría la falta de sensibilidad y explotaría para causarme una pena mayor a la que ahí mismo experimentaba. Me aseguró que esta información nadie la sabía. La única opción que me daba era reemplazar las 4 llantas por 750 dólares con un descuento de 70 dólares por las cuatro. Era eso o nada. Le traté de explicar (y digo le traté porque su inglés era de una comunidad gullag y el mío de una comunidad de mexicas por lo que la comunicación estaba condenada al fracaso desde el primer minuto) que había comprado dos llantas hacía apenas seis meses y que no tenía caso tirar mis dos llantas y desperdiciar el dinero que pagué por ellas. Me dijo que lo entendía pero que su “recomendación”, léase negación por proveerme de llantas, respondía más a un acto de humanidad que a otra cosa, incluso para que yo sintiera cómo se hermanaba conmigo me llamó “bro.” Derrotado salí del Autocenter para ir adonde justamente me habían vendido las otras dos llantas. Me resigné a esperar en un lugar apretado y con olor a herramientas para que me surtieran de dos llantas. Pensé una vez más cómo mi vida ese día había transcurrido entre llantas y olores a hule, casi como lo había hecho ya 28 años atrás en el pueblo de mi mamá en la llantera del tío Víctor a un lado de la casa de mi abuela. Traté de ubicar la llantera dentro de mis recuerdos y sólo pude ver el color rojo de la rampa y el olor a aceite que se alzaba desde la fosa. Al llegar a la llantera me impresionó el color anaranjado, casi rojizo que tenía y pensé en que ese rojo que trataba de ubicar en realidad no lo era, sino que eso sólo era una especie de mezcla de recuerdos para ser llenados por lo que yo creía haber experimentado hace ya veintitantos años. Ya en Geralds me atendió un tipo rubio con los ojos azules. ¿Era un contraste que la vida me ponía para que yo descifrara sus dicotomías? Seguramente no, sólo obra de las casualidades que yo podía interpretar como se me diera la gana. Al hablarme tampoco pude entender lo que me decía. Su acento sureño le impedía abrir la boca y articular un poco más las palabras. De nuevo pensé en mi tío Víctor articulando el español de la mitad de la península, él también rubio y de ojos azules que podría sonar para cualquier mexicano como una impostura absurda. Tal vez por esta razón no me sentí incómodo pidiéndole que me repitiera las partes que no había entendido. Y tal vez porque no pudo identificar por mi aspecto mi lugar de procedencia accedió a repetirlas.

Coincidió que no había gente y fui atendido en los minutos siguientes. Mi carro estaría listo en unos 10 minutos. Lo que hice yo en media hora ellos lo harían en un subir y bajar de gatos hidráulicos. En mi espera perdí la noción del espacio; todas las referencias del lugar apuntaban a recordar mi vida en la mitad de la península. Decidí olvidar las casualidades hasta encontrar otra cosa mejor que hacer. En la tele tenían sintonizado Fox news y debatían en torno a la ley Arizona y la seguridad de la fronteras. No era un lugar para tratar de indignarme, finalmente no había sido mi caso y ni mis “hermanos” me reconocían como uno de ellos. Luego entraron dos Fratboys que sostenían una conversación acalorada sobre qué hobbies podían tener porque era cool finalmente tener uno. Recordé a mi madre una vez más. Ella siempre me decía que no estudiara literatura y que si lo hacía nunca me convertiría en un hombre de provecho. Me repetía que lo hiciera como hobby y que así sí que se veía bien. Pensé que finalmente mi madre no se había equivocado, que sólo lo seguía haciendo como hobby y que pese a estudiar literatura desde mi licenciatura hasta el doctorado, la literatura la seguía haciendo como hobby. Otro güero me despertó de mis cavilaciones para decirme que mi carro estaba listo: dos llantas iguales que hacían juego con las dos de atrás. Me dio las llaves y me dijo que podía pagar con el mismo que me atendió por primera vez. En la caja, el primero me dio el total, le extendí mi tarjeta y lo miré a los ojos; "Thank you…" le dije; me respondió con otra cortesía y un "come back soon". Mi tío y su recuerdo volvieron para tomar su cara y recordarme que en mis venas había sangre de llantero. Al salir al calor pensé que un buen hobby podría ser coleccionar todas las llantas que uno ha usado toda su vida, o mejor aún, abrir una llantera para ponerle: El llantero solitario, y así seguir con un hobby que cada día me da menos satisfacciones.

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