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¿Y ahora quién podrá rescatarnos?



Hace algún tiempo me propuse escribir sobre lo errático del término de las generaciones. Desde que estamos en este mundo como especie, no hemos podido desmarcarnos de ningún término y menos de la posibilidad de diferenciarnos de los demás. En un principio la identificación con la Generación X de los noventas parecía ser sensata para describir a un adulto contemporáneo que rondaba en los veintes y se acercaba inminentemente al fin de siglo completamente angustiado. Ya he apuntado antes cómo este término no ha podido ser feliz para describir la realidad de mis contemporáneos que experimentábamos tremenda ansiedad cuando tratábamos de situarnos en la vida con algún plan que nos resolviera, si no la vida, sí nuestra posición en ella, en pocas palabras la papita de todos los días.

Desgraciadamente son pocos los que hasta ahora se pueden jactar de que están en la vida bien situados, incluso el repudio a un trabajo (o mejor dicho la falta de trabajo ha generado ya un repudio al trabajo mismo) ha sido la marca de quienes ahora estamos en el declive de nuestra juventud para entrar en una zona de franca madurez, que nada tiene que ver con lo más rico de la fruta sino con su claro comienzo por la senda de la descomposición. Nuestra generación, que bien ponderaría en los nacidos en la década de los setenta, no ha podido ser parte de un universo conceptual de discusiones externas. Nuestro trabajo crítico, más bien, ha tratado de justificar nuestra existencia por demás miserable como entidades que no han querido renunciar a la vida en sociedad sencillamente porque aún quieren creer en ella. Cuando le pregunté a un gringo de mi edad y estudiante del doctorado de literatura norteamericana su interpretación del fenómeno me dijo llanamente: “Generation X means only that our parents think they are cooler than us!” En ese sentido los padres de la generación X piensan que sus hijos son unos fracasados, unos loser por utilizar el término acuñado por ellos mismos. Y claro, son los dueños de la contracultura, del camino hacia la rebeldía, los primeros que se metieron ácidos, que comieron peyote sólo por recreación, que cogieron sin condón, vivieron en comunas y nunca cuidaron a sus hijos, los que oyeron a los Beatles, a los Stones y se inmolaron con Mason; los que estuvieron en Woodstock y los que a la postre educaron a sus hijos para que crecieran llenos de confusiones rogándole a Dios que algo bueno sucediera para no caer en el espectáculo decadente de verse en ellos.

En México no pasó nada de eso, pero sí pasó algo que no nos tocó vivir. A partir de 1982 se inauguraron las crisis sexenales, las devaluaciones y la capacidad de consumo se vino al suelo. A nuestros padres aún les tocó poder construir una casa, y comprarse dos pares de zapatos de distintas tonalidades sin tener que sentir que le estaban quitando el pan de la boca a sus hijos. A ellos les tocó la transformación de un México fundamentalmente rural a uno cosmopolita o cuando menos urbano. El progreso económico de México sólo duró 40 años y fuera de eso no ha habido ninguna posibilidad más de estabilidad económica. Y como todo lo que le ha sucedido a México, nada terminó de completarse. La rebeldía que debía originar ese movimiento de estabilidad económica no se concretó, no hubo liberación de la mujer a causa de esa contracultura; no sé dio ningún Keruoac, ningún Capote, ningún Ginsberg, a lo más que llegamos fue a un José Agustín y Gustavo Sáinz ahora ya jubilados, uno con alguna beca del gobierno panista y el otro emigrado a estas latitudes; su “onda” no llegó muy lejos. En la música el TRI fue lo más cercano a la disidencia y lo siguen siendo aunque ya sus canciones parezcan la caricatura de lo que fueron en los setenta. La revolución socialista se fue a la mierda por el caso Padilla en Cuba y México nunca se la pudo plantear. En pocas palabras nuestro resumen adolece de una historia heroica, aunque se tengan algunos héroes mártires que pusieron el ejemplo de cómo se trataba a la juventud en épocas de Díaz Ordaz (que mucho tiempo para mí fue sólo el nombre del Ferry que conectaba Mazatlán con La Paz) con la masacre del 68. Gracias a esa masacre México ha quedado escandalizado e imposibilitado para un enfrentamiento a cualquier nivel con aquellos que busquen trastocar el orden gubernamental. Cárdenas en lugar defender su victoria en 1988 decidió pactar con Salinas y crear un partido para que los medio de comunicación lo tomaran en cuenta. Salinas, después de haber maquillado al país y entregárselo abiertamente a Bush Sr., dicen que mató a Colosio porque parecía que al final no estaba dispuesto a asumir los errores de diciembre como suyos y trató de desmarcarse de su ungidor tratando de actualizar la divisa colonial de “la ley se cumple pero no se acata”. Zedillo decidió la muerte del PRI para ahora recibir su pensión vitalicia y redondear su papita con un tiempo completo en Yale y quedar como un gran demócrata, analista de la realidad latinoamericana. Fox enloqueció de amor, de poder y de ego tratando de mudarse de los Pinos al Castillo de Chapultepec para buscar la restauración del tercer Imperio, total el nombre extranjero ya lo tenía y sonaría como un pasaje más de la historia nacional. López Obrador fue bloqueado dos veces y ahora no puede hacer nada porque también ya enloqueció, nadie lo crucificó porque el pueblo mexicano cree en la virgen y como Cristo no hay dos. Ahora Calderón tiene al país sumido en el terror, ya ni él sabe cómo andarse porque su escudo con el ejército no le ha resultado del todo; “haiga sido como haiga sido”, para parafrasear las célebres consignas que enarbolan los presidentes mexicanos, pactó con un solo cártel y México se hunde en la violencia que hace de la revolución mexicana un proceso de reafirmación de cómo aún no acaba la lucha por la tierra.

Esta imagen muy reducida de la vida política de México nos otorga una breve estampa de por qué la generación que alguna vez fue joven ha optado por no hacer nada, por el nihilismo restrictivo. Nuestra heroicidad se fue a la mierda el día en que nuestros padres sólo entraron para pelearse por lo que creían que era suyo únicamente porque su compadre era más pendejo que él y si él podía por qué el otro no. Mi padre me lo dijo: “Todo son unos pendejos, menos yo”.

Hablar de que mi generación es la de la crisis no bastaría. Mi generación es parte de una sociedad que no se descompone, que no se deforma, sencillamente porque nunca se compuso, nunca se formó, nunca tuvo forma del todo y la prueba es ver cómo en Ciudad Juárez, aquella que cantaba el Divo de Juárez donde la gente es más alegre y más sincera, la vida, como en los tiempos de José Alfredo, no vale nada. La juventud actual ya coquetea con el suicidio, no esperan vivir más; para qué si así se vive intensamente, teniendo la certeza de que el mañana no llegará del todo y si llega traerá aventuras, adrenalina, viejas bien buenas, sexo al por mayor, vida de magnate, coca y “más vale cinco años como rey que cincuenta como buey,” como reza el slogan de reclutamiento. Mi generación aún cree que puede hacer cosas, que la familia podría resolver algo; mi generación necesita creer en el hombre, mientras tanto mejor huimos, la mayoría cobardes seguimos aquí, losers tratando sólo de no volver la vista atrás para no ver el abismo que nos separa de nuestros padres y temiendo ahora más que nunca por nuestros hijos. Así esperamos, atrapados como hemos nacido, atrapados, para ver si por ventura aunque sea el Chapulín Colorado se aparece y nos cuenta un chiste para aligerar nuestra angustia de no hacer nada y esperarlo todo.

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