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Ya de vuelta mis queridos amiguitos. He estado ausente desde que casi se acaba el mundo cortesía de los mexicanos, aunque he oído versiones de que ya ahora sí estamos muy cerca, en dos semanas más esto se va a la mierda. Fui a darme un rol por el mundo, concretamente al Norte de África, que los españoles confunden con Europa, lugar de bárbaros salvajes, y a Francia, lugar absurdamente caro pero "très-chic". Hablé mexicano, que fue vilipendiado, francés que fue alabado y al final fui confundido por gringo cuya lengua era apócrifa. Con esto se comprueba que soy una entidad totalmente globalizada, aunque en mi recorrido me haya convertido en un globo.

Aquí les dejo mis reflexiones de algo pasado previo al final del universo:




Lo insoportable de las coincidencias

Algunas ocasiones, dependiendo del nivel de esoterismo con el que se quiere justificar la existencia, tendemos a encontrar recurrencias, resonancias que hacen de las famosas coincidencias mecanismos, e incluso artefactos, para el conocimiento de nosotros mismo o de aquello que nos rodea. Sin lugar a dudas, creo que el propósito para articular discursos es el de contrarrestar la propia imposibilidad para descifrarse. Bajo esta línea decursiva contengo mis ansias para abrir la puerta al flujo de conciencia; flujo repleto sólo de aproximaciones para volver a responder las mismas preguntas. Las resonancias coincidentes las vamos creando bajo nuestro horizonte de expectativas con el que salimos a la calle para hablarnos o dejar que el mundo nos apremie e inunde con sus necesidades esotéricas. Y así vamos navegando de día o de noche con distintas ocurrencias y recurrencias. Al hablar de mí, o por mí, vuelvo a reiterar el compromiso que me he hecho a mí mismo de pensar que no soy parte de un universos aislado o aislasionista sino que, de alguna manera, mis percepciones son producto de un mundo que experimento como mejor puedo. Por eso el hablar de mí no es un exceso de mi egolatría, que no tengo porque no soy nadie que la pueda ostentar, sino un mero ejercicio de lectura para sentirme en armonía con el resto del planeta. Volver a justificarme es recomenzar el mismo discurso para tratar de que al final dentro de esa recurrencia haya una misma luz pero con distintos matices. Y en ese retornar al lugar de partida vuelvo sobre lo que leí hace años cuando la literatura me dio justamente aquello que quería evitar: una confusión de la que salí mucho más devastado. El primer nombre apoteósico que experimenté con fuerza abrumadora fue el de Milan Kundera. Con él pude descubrir que la necesidad corporal podía ser objeto de reflexión y no sólo eso sino de un peso del que nadie hablaba en mis alrededores desérticos. También me abrió los ojos para percatarme de la impostura que todo el entramado burocrático tenía y cómo mi padre era un artífice de esa gesticulación: es decir, por Kundera conocí la vergüenza. Desde entonces me he dado a la tarea de tratar de justificar dos cosas: mi origen y mi escritura. Desde entonces he tenido vergüenza de esas dos cosas. La primera no la puedo cambiar, la segunda sólo puedo hacerla menos dolorosa y tratar de ser consciente de sus mecanismos y subterfugios. Escribo no lo que quiero sino lo que puedo.

Creí haber depositado a Kundera muy lejos de mi conciencia después de haber leído toda su obra hace más o menos 15 años. Pero una vez más apelando a las resonancias y al papel de las coincidencias, si como dijera Borges, no existen y todo encuentro en realidad es una cita, hace un par de meses divagando por un tienda de cosas usadas de Charleston me encontré el libro de la Inmortalidad. Acababa de revisar mi primera novela, concretamente el capítulo en la que hablo de La insoportable levedad del ser y del universo exótico de Praga para un adolescente perdido en la mitad de un desierto peninsular en donde los lugareños apenas pueden articular interjecciones que esperan que sean discursos sostenidos. Lo tomé como una resonancia que tendría que ser significativa, por lo que me dediqué a tratar de encontrarle su significado preciso y así entregarme a ese capricho de encontrar respuestas a las insignificancias de la vida. Evidentemente no hallé ninguna que se le pareciera, más que la bonita coincidencia, o cita, de haberme hecho de aquel ejemplar por 50 centavos de dólar. Leí las primeras páginas para comparar mi estados de ánimo con el que había tenido hacía años para descubrir las mismas resonancias que ahora estaba dispuesto a recordar en lengua inglesa. Recordé partes del argumento y también que no me acordaba de todo lo que había leído, ni siquiera por qué se llamaba la inmortalidad. Decidí que no tenía la menor importancia y guardé el libro dentro de mi biblioteca junto al otro libro de Kundera que tengo en inglés, mismo que compré más por tratar de recuperar mi biblioteca perdida antes de venir a Estados Unidos hace ya casi 10 años. Al momento de colocarlo con su hermanito y como para celebrar esa coincidencia tomé el otro ejemplar para ir al baño. Empecé su lectura y no paré en tres días hasta el punto de tomar notas, subrayar y reflexionar sobre su contenido. Al final no creo que haya descubierto ningún significado oculto o no del tipo de significado que me hubiera gustado encontrar para celebrar las coincidencias. Lo más que puedo sacar en claro fue la posibilidad de articular este texto con el que reflexiono sobre lo insoportable de tratar de ver el mundo con ojos de respuesta.

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