
De Montréal y otras cosas
No puedo decir que cuando se vive aislado en un rincón del mundo no haya nadie en otro lado. A veces, y con suma frecuencia, creemos que el mundo se puebla con nosotros, y a decir verdad, así es. No podemos recapitular fuera de nosotros. Tampoco podemos dejar de pensar que estamos en el centro del mundo. La semana pasada jugué a ser cosmopolita. En lo que me sigue pareciendo un acierto en la vida académica, hice turismo para ir a la famosa conferencia de LASA (Latin American Studies Asociation) en Montreal. Dicho monstruo congregó a un número escandaloso de intelectuales que fueron a pasearse, la mayoría --entre ellos me incluyo-- con fondos universitarios. Se habló de la violencia, la pobreza, el cine contestatario, el cine nacional, los problemas de la tierra, y ocasionalmente de poesía. Yo me encontré con gente que nunca hubiera querido conocer y con personas que he visto a lo largo de mis dos años de itinerancia por la inhóspita geografía norteamericana. Le hablé a gente rarísima y no pude ver a la gente a la que andaba procurando. Para sentir el sabor de la ciudad me adentré en las catacumbas de lo informe, mientras miraba atónito un metro lleno de güeritos y chinos cantoneses. Oí hablar francés cuando me atragantaba de naranjadas chics y me ponía triste porque mi familia estaba lejos. Caminé por la noche y vi a los ojos a mucha gente que arguían falta de sexo feliz si no los veías directamente al momento de alzar la copa, el tarro o la botella. Conocí Notre Dame, tomé un tour por el Jardín Botánico, vi cientos de insectos, compré una cámara desechable, tomé foto de arbolitos, discutí sobre vampiros, hablé sobre mi vida, y hasta oí a gente que ironizaba por las discusiones sobre la pobreza latinoamericana en el Hotel Hilton. No sé todavía para qué sirva viajar, si el haberme perdido en el Montreal subterráneo me haya hecho mejor persona o si conocer más lenguas no me haga escupir más estupideces en las tres que conozco.
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