El paraíso recobrado
Me gustaría ignorar el tiempo y las cosas que busco dentro de cada movimiento. Ahora, cómodamente instalado, con el futuro siempre en donde debe de estar, me voy moviendo, pian pianito. Solito, descubro que la nada está muy lejos y que los más altos sentimientos y adivinaciones que trataba de descubrir como para impactar, dar el shock o revestir mis discursos para decir algo inteligente, se han ido. Sólo me instalo, duermo todo lo que puedo, me alegro cuando quiero y me estreso por pendejadas. Estoy cómodamente instalado en medio de la nada, que comparto con mi esposa y mis hijas. Solito, como buen hombre, me desvisto ante el espejo para ver si he acumulado las indescriptibles calorías que matan la autoestima y por tanto la posibilidad del amor. Me veo al espejo y, como viviendo dentro de un cliché mismo, me pregunto cualquier cosa: por ejemplo, si mi panza cuelga, si en verdad soy un buen hombre, si mis actuaciones como tal me salen bien, si estará normal que haya cambiado de forma de mear, si la lluvia traerá algo de verdad o si en este rincón del mundo dios atenderá más las súplicas. También, siempre frente al espejo, me pregunto si mi vida será igual de inactiva a medida que aprendo cosas tan inútiles, tan faltas de algo, tan innecesarias. Cómodamente, me pregunto si lo que escribo tendrá sentido, y entonces pienso en todo lo que pude llegar a ser o tener. Pienso, sin entenderlo, en la posición gramática del mundo, en lo definido de la gramática que por petulancia llamo del mundo. Si dijera que la petulancia es un escudo con el cual quiero ocultar mi inseguridad para la vida, además de cliché, sería de una petulancia desagradable para el lector poco versado en las aproximaciones del psicoanálisis, además de constituir un reduccionismo de las teorías que no sé aplicar y que no sólo no sé aplicar, sino que, además, todo el mundo las desconoce y afirma lo contrario. Y así pues, cuido del mundo que me rodea. Aquí en este lugar al que he venido a parar creyendo que era el destino lo que me impulsaba a seguir. Siguiendo al orgullo de ostentar estupideces que me dieran pan decoroso en la boca, que me nutrieran con yerbas finas y amistades de todos los tiempos. Así me he instalado con una comodidad que a veces se transforma en desazón, que en ocasiones cuida la gramática, que busca las ofertas del día.
Por orgullo romántico, por saludo vaporoso, por situación extraña nunca quise instalarme en donde estoy cómodamente. Por supuesto que buscaba un lugar más “pintoresco”, bohemio que le han llamado: París, Madrid, Londres, New York,o Barcelona. Entonces resulta que aquellos deseos sostenidos en la primera juventud cuando quería ser un genio se han ido. He llegado aquí en donde estoy cómodamente instalado, a tres años ya sin constumbres, sin encontrarle sentido a comer a las doce de la tarde, sin emocionarme por hacer un pic-nic, sin creer en la bondad de los feligreses que dan clases de inglés a extranjeros, sin pensar que dios Jisus escribió (porque él fue el que lo hizo, me lo han dicho en mis clases) la Biblia en inglés.
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Este texto pertenece a una serie de reflexiones mal sanas de cómo me convertí en un buen burgués. Están recogidas en un libro que escondo en mi escritorio para publicar cuando encuentre valor para que mis letras no se burlen de mí.
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