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El monstruo dentro de la cultura occidental ha sido un referente inevitable para todo aquel que ha sido niño. El mostruo ha vivido a lo largo de la tradición imaginaria de todos aquellos que gustan tanto de infundir miedo como de restaurar el orden. Orden y desorden, miedo y confianza, son binomios en los que se explora la ambivalencia de todos aquellos que viven confundidos y buscan a toda costa cesar esa confusión. Cada sociedad tiene sus monstruos específicos. Gracias a la influencia de la globalización y del imperialismo cultural, los antiguos miedos históricos atávicos con los que mi generación vio, ya no son los mismo que se presentan en las generaciones de hoy. Los primeros monstruo de que se tuvo referencia fueron aquellos que nacían con deformaciones genéticas, algún niño de dos cabezas por ejemplo, o figuras humanas que habían nacido con alguna deformidad. Así la falta de forma convencional siempre escandaliza al mundo que se enfrenta con los demás. Lo mostruoso es el resultado de una imagen imposible, de una equivocación que busca ser evitada para el funcionamiento de una sociedad establecida.

Mi experiencia con los monstruos no es contemplativa-repulsiva sino más bien de experimental-empática. Si acaso vi, confieso que con decepción, a la mujer que se convirtió en araña por desobedecer a sus padres. El presentador convocaba a todos los niños perdidos a presenciar el espectáculo grotesco e inverosímil. La mujer susodicha aparecía delante de un cuerpo de araña gigante hecha de peluche con la cabeza de fuera y su cuerpo cubierto bajo una capa como un pobre acto de magia. Estas transformaciones mediocres no me condujeron al hechizo de contemplar un monstruo con estupefacción. Lo monstruoso lo entendería en realidad en una visita al zoológico cuando contemplé con delectación y miedo a un gorila preso. Su parecido con el hombre me abrió las puertas del deseo de la diferencia y me recordó un origen fallido. Al contemplarlo en un zoológico alemán tuve miedo de su posibilidad para la destrucción y de su vencimiento, de su derrota y exhibición como trofeo de algo que había quedado atrás, tal vez la humana grandeza, o la fuerza de una civilización. Mi empatía con el vencido me colocaba, secretamente, en el umbral de una deformación, o tal vez de transformación, que habría de generarse años más tarde. El hecho de estar contemplando a un preso que no articulaba palabra me recordó la sumisión que según mis padres había que tener frente aquellos cuyo estatus económico fuera más favorable. Las manos del gorila estaban inhabilitadas y parecían casi humanas. El silencio y la diferencia era aquello que hablaban mudamente para conformar un pensamiento que se tambaleaba por la diferencia de algo que no podía registrar. Ese silencio se era algo que entraba por los ojos para no recordar que nuestras diferencias. Aquel animal se sentaba como esperando a que algo pasara, a vernos contemplarlo con ansiedad y expectación.

Mi otro encuentro con la monstruosidad lo tuve años más tarde mediante seres imaginarios. El gorila que había visto en el zoológico se desvaneció y solo quedó la ansiedad de haberlo visto. Regresba para violentar mi diferencia con él y la necesidad de ser divinos, puesto en el mundo por una inteligencia superior para dominar nuestro entorno. Y ahí estaba la prueba, un gorila exhibido como triunfo.

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