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Apocalypses Now


Hacía tiempo que quería dedicar unas líneas de reflexión al fenómeno social del miedo colectivo. Tener miedo implica sentirse vulnerable para atender a la dirección de quien en ese momento detente una figura de autoridad, entregarse a un guía del cual asirse para no perder la fe o el impulso de rescatarse a sí mismo. He vivido inmerso en la cultura gringa desde hace dieciséis años, en los cuales, he sentido precisamente ese miedo que la cultura te trasmite. Siempre me había llamado la atención el consumo y producción de las películas apocalípticas. He podido constatar que dominan el imaginario cultural de este país al que por razones familiares he decidido habitar. En las películas apocalípticas el mundo está en constante fractura y descomposición: se agotan los víveres, el hombre blanco inicia un peregrinaje para llegar a un lugar donde podrá refundar ese mundo destruido por factores externos a su constitución primigenia. Hay una irrupción que obliga a la gente a salir de su organización y de su rutina para convertirse en un sobreviviente nómada que habrá de enfrentarse a una serie de pruebas que busquen resquebrajar su propia naturaleza hasta ser asesinados. Los zombis han sido tal vez el caso paradigmático de esta constante amenaza que el hombre blanco siente hacia el otro. El hecho de que sea a través de un contagio externo nos dice que la amenaza proviene del otro, de aquel que se contagia con el virus y lo trasmite por contacto físico. En suma, es un proceso natural de intercambio por contigüidad con el otro. Sin embargo, el mundo apocalíptico también pude tener otras variantes que a la postre pueden simbolizar esa misma amenaza de lo otro: una amenaza que tiene como final último la destrucción. McCarthy ha planteado, creo yo magistralmente, ese miedo cultural por el mundo apocalíptico. En el peregrinaje desgarrador que inician un padre y un hijo, se puede constatar esa fuerza que busca la terminación de la vida y la desesperación de dejar detrás a un testigo más de la historia universal de la infamia. Sin embargo, esta versión apocalíptica de McCarthy dista mucho de ser el consumo del desastre a la que esta sociedad te expone brutalmente con noticias, conferencias de prensa que parecen más bien dadas al espectáculo que a la verdadera salvaguarda de los ciudadanos.
Todo este gran preámbulo para decir que es temporada de huracanes. Año con año, en el sureste de los Estados Unidos, sobre todo en los puertos, se vive una constante amenaza. Se va generando un miedo constante a una especie de monstruo que aparece y desaparece. Una entidad viva que como alien tiene la posibilidad de arrasarnos y colocar nuestra existencia en vilo. Este año por fin se materializó el monstruo. Supimos de su existencia desde que se formó en los trópicos del océano Atlántico. Como una figura de contención y de alarma el gobierno de los Estados Unidos ha creado el Centro Nacional de Huracanes, oficina especializada en la identificación y análisis de estos seres vivientes que año con año azotan las costas del mundo americano. A la par del gobierno, la televisión tiene un canal dedicado al monitoreo del clima que enloquece con cada contingencia ambiental, el famoso Canal del Clima. Desde él se da seguimiento a todas las posibles amenazas que nos esperan anualmente entre agosto y finales de octubre. Este año el fantasma asomó sus fauces y el NCH trazó una posible trayectoria que indicaba que el monstruo llegaría a convertirse en fuerza devastadora categoría 4 y lo nombraron Matthew. El NCH, temporada tras temporada, prepara una lista de nombres con los que bautiza cada contingencia organizada que rebasa cierta velocidad de vientos, además del contenido de agua que habrá de dejar a su paso. Debo decir que yo no soy nuevo a estos fenómenos atmosféricos. Al ser de la península de Baja California en su parte sur, estoy acostumbrado a sentir esa incertidumbre y esa especie de amenaza, sin embargo, el efecto psicótico que puede causar en la población es completamente distinto. En julio presencié de igual forma un huracán que pasó por la península dejando a su paso viento y lluvias. Fui a hacer investigación sobre unas crónicas del siglo XIX y un buen amigo pasó conmigo unos días que coincidieron con el huracán. Como buen chilango cuando se enteró de la llegada inminente del huracán dos días antes se encontraba muy nervioso y me preguntó que si haríamos compras de pánico. Aún la trayectoria era incierta por lo que para su tranquilidad solo compré un galón de agua y unas galletas. Él insistió en que necesitábamos más por lo que se hizo de una lámpara de mano y una cartera de huevos en el Oxxo más cercano. El ojo del huracán pasó a cien kilómetros de nosotros por el océano Pacífico. Creo que la noche en la que pegaría se alcoholizó para que el final lo encontrara con un desorden de los sentidos. Yo acompañé su borrachera por amistad más que por miedo.  El miedo, sin embargo, muestra el lado de una sociedad en la que el consumo es visto como un derecho y la posesión como una cualidad que cada persona ejerce para marcar su territorio y su personalidad.
Esta vez la amenaza llegó hasta las costas donde habito. El huracán Matthew tenía previsto una trayectoria que impactaría barriendo los cuatro estados del sur de la costa este: Florida, una parte de Georgia, Carolina del Sur y del Norte. Se iría devastando la costa. El primer impacto fue en Haití para luego encontrarse con Cuba, de ahí a las Bahamas, Florida, y las Carolinas. El martes el trayecto y los daños de Haití empezaron a infundir cierto miedo. Ese día tuve clases y en una reunión del departamento se empezó a sentir la fuerza de la irracionalidad y el caos. Hacia las 5 de la tarde se ordenó el cierre de actividades para las seis de la tarde en la universidad, seguido de una orden de evacuación por parte de la gobernadora Nikki Helay. María, mi hija mayor, asomó a mi oficina para comentar el estado de caos en el que estábamos ingresando. Hablamos de posibles planes de evacuación y caminamos hacia una de las calles principales de la universidad donde yo tomaría un autobús urbano para regresar a mi casa. Convenimos que me avisaría si evacuaría conmigo y sus hermanas o con sus amigas de piso. A los 7 de la tarde me avisó que estaba en camino hacia tierra adentro porque sus compañeras no tenían donde evacuar y una de ellas, que vivía en Carolina del Norte, se ofreció a darles hospedaje y comida en los días próximos. Una vez que hube llegado a mi destino en el autobús resolví tomar mi coche para llenarle el tanque. Ya el anuncio de una evacuación inminente había sido difundido por todos los medios por lo que las gasolinerías comenzaron a llenarse. Tardé cerca de una hora en hacer cola para llenar el tanque de gasolina. Traté de comprar agua en tres supermercados pero no encontré por ningún lado. El pánico había escalado resultando en una urgencia por llenar las alacenas de víveres no perecederos. En el último supermercado cerca del departamento que alquilo resolví que debía unirme a la histeria colectiva: al no haber agua compré cerveza, un cartón de agua mineral Topochico con 15 botellas, dos bolsas de papas fritas, una caja tamaño familiar de galletas Ritz y un par de latas de frijoles negros. Me comuniqué con B. para que me revelara sus planes. Me dijo que pensaba evacuar después de oír a la gobernadora. El huracán estaría en tierras gringas a partir del jueves y pegaría el viernes por la noche y en la madrugada del sábado. Le propuse que podríamos evacuar juntos, pensé que las niñas podrían sentirse un poco más seguras con los dos padres y podríamos compartir los gastos. Accedió. Un amigo me llamó para decirme que el centro de Charleston había enloquecido y que llevaba una hora y media metido en su coche sin poder avanzar más que medio kilómetro. Me dijo que no sabía si evacuaría pero que se mantendría en contacto. Hice algunas otras llamadas para corroborar los planes de los demás. Mi amigo Eloy me dijo que ellos no sabían aún qué hacer. Era muy temprano para tomar una decisión. Al llamar una vez más a B. le propuse que esperáramos hasta el jueves para salir. Las mujeres resultan ser más precavidas que los hombres. Supongo que ven más el bienestar de su familia que la necesidad de verse involucradas en una aventura que ponga en riesgo la vida de los suyos. Esperamos hasta el miércoles día en que la estrategia de evacuación de la gobernadora daría inicio. Se cerraría el tránsito hacia el este de la autopista interestatal 26 de manera que hubiera 4 carriles en todo el trayecto hasta la capital del estado, Columbia. Al despertar recibí un mensaje de B. a las 6 de la mañana preguntándome si había visto las noticias. Lo hice antes de contestarle. El huracán parecía que había devastado Haití e iba de camino a las Bahamas para seguir una trayectoria de lo más caprichosa. No tocaría tierra pero se iría costeando. Entraría a las inmediaciones de Florida como categoría 4. Todos los modelos señalaban que pasaría por Charleston y que la fuerza estaría en el cuadrante izquierdo. Le pregunté a B. si ya quería salir. Le recomendé una vez más esperar otro día para estar seguros. Hice reservaciones en Charlotte porque en Columbia no había cuartos disponibles. Claramente había más personas en estado de pánico que yo. En el Facebook comenzó a aparecer una serie de fotos de conocidos evacuando, otros que mandaban saludos desde otros estados ya refugiados. Constantemente había actualizaciones que indicaban las rutas y los peligros que habían encontrado a su paso. Volví a checar las trayectorias propuestas por el NHC para corroborar que habían desviado un poco el ojo del huracán hacia la costa. De acuerdo con el modelo y las estimaciones nos llegaría como categoría 2 o 3. Decidí ir a hablar con B. para llegar a un acuerdo acerca del estado de la casa. Cubrir o no las ventanas. B. estaba resuelta en que debíamos evacuar. Le propuse irnos el jueves por la mañana. El miércoles a las tres de la tarde se abrirían las dos carreteras hasta llegar a Columbia. Al llegar a la casa estaban sintonizando el canal del clima. Creo que fue un error entregarme a los medios masivos de comunicación. Transmitían imágenes de una Haití devastada y tenían “meteorólogos” en cada puerto por los que pasaría el huracán. Los meteorólogos estaban vestidos con impermeables y las imágenes que se mostraban era de un mar embravecido. Los animadores mostraban la debacle, el monstruo en camino a devorarnos. No voy a negar que sentí miedo. Repasaban todas las trayectorias posibles, había como unas doce variantes en varios colores. De esas variantes tres impactaban directamente a Charleston. B. tampoco había comprado agua y prácticamente si nos quedábamos todo podría ser destrucción porque no podíamos conseguir agua. No supe qué pensar una vez más. Irnos o quedarnos era una decisión que debía ponderar. “Yo sí evacúo con mis hijas” me soltó como una advertencia. Resolví ir y salir el jueves por la mañana. Me fui a mi casa y corrí 20 kilómetros para aliviar un poco el estrés que ya empezaba a experimentar. El día se comenzaba a nublar y la gente continuaba evacuando. La carretera fluía y la gobernadora emitía conferencia de prensa cada vez más amenazantes: “A las 6 de la tarde del día de hoy jueves del día de hoy se cerrarán los comercios para que la gente evacúe”. Dejó en claro que no habría primeros auxilios y que se suspendía el servicio 911. Todos debían de movilizarse.
Di mi brazo a torcer y me comuniqué con B. para decirle que salíamos en la mañana del jueves. Salimos en un carro rumbo a tierra adentro a las 9 de la mañana con dirección a Charlotte. Hacía un sol magnífico y la tormenta estaba aproximándose a Florida. Estábamos en lo que literalmente era “una calma chicha”. A la salida nos desviaron por el sentido contrario de la autopista. Era una escena calcada de cualquier película de Hollywood. Una vez en la 26 no había manera de salirse sino hasta llegar a la capital del estado. La gobernadora seguía emitiendo conferencias de prensa en las que le pedía a todo el mundo que no se quedara, porque a partir del jueves a las 6 de la tarde, por orden ejecutiva, se cerrarían todas las tiendas para que el personal evacuara con su familia. Nadie que quisiera ayuda de elementos de protección civil la recibiría, volvía a insistir. En tiempo récord de una hora diez cruzamos Columbia y seguimos rumbo a Charlotte.
Pasamos el día buscando qué comer y tratando de calmar el estado de expectación que se había creado por la evacuación masiva. El hotel estaba abarrotado de gente evacuada. Al día siguiente cambiamos de hotel porque solo había encontrado para esa noche. El nuevo estaba localizado en un área de lo que se conoce como los suburbios, a unos metros de un pueblo construido hacía apenas unos cinco años antes. Tenía una calle principal con todas las tiendas que se encuentran en cualquier centro comercial de cualquier parte del país. La novedad era que arriba de los locales comerciales habían construido una serie de departamentos que se rentaban. De manera que vivir ahí era asegurar caminando lugar para comprar cualquier cosa, comer en cualquier lugar y tomar café de Starbucks. La postal del pueblo parecía salida de algo así como Truman Show. Un amigo me telefoneó para ver si aún seguía con vida. Cuando le dije que el lugar era parecido al lugar donde había crecido Jim Carry, me preguntó que si había ya identificado las cortinas. No exactamente fueron las cortinas; fue más bien en los estacionamientos detrás de los comercios donde pude notar todo lo ficticio del asunto. Ese día había comenzado a llover. Tuvimos problemas con la reservación porque aparentemente no existía en el sistema. Nos dieron lo que un paisano de nombre Juan, quien parecía ser el que más sabía de la situación del pequeño hotel donde nos hospedamos, me reveló eran los cuartos de emergencia. Para fortuna nuestra eran un par de habitaciones recientemente renovadas. Saludé a un par de colegas que el destino y el miedo nos había puesto en el mismo hotel. Pasamos la tarde viendo las noticias y rogándole a Dios que el mundo o Dios o el Diablo no terminara con la casa. A la mañana siguiente nos fuimos al pueblo ficticio donde pasamos todo el día. Nos enteramos que el huracán pegaría como categoría dos. Eso significaba, de acuerdo al canal del clima, que nada se destruiría salvo si un árbol le cayera encima o si algún objeto saliera disparado como proyectil. Hacia el domingo recibimos un mensaje de la vecina de enfrente que había decidido quedarse en el que nos revelaba que la casa seguía en pie. El mensaje fue reconfortante y relajó el estado de angustia en el que me encontraba.

Después de eso pensé en el regreso. Los regresos siempre me han preocupado más que las huidas. Todos emprenderíamos la reconquista de los espacios dejados a la buena de Dios. El viaje de regreso no fue tan coordinado como el de salida. Pensé mientras estábamos detenidos en el tráfico que los regresos son una parte del ser humano que tiene que ver más con la felicidad. Sin embargo, también uno regresa a veces a morir, a diferencia de la huida que es para seguir viviendo. Regresar es aceptar que el tiempo de permanecer en otro lado resguardado de la amenaza del monstruo ha quedado sin efecto, sólo que ahora en el regreso habría que pensar en que habría otras amenazas que habíamos suspendido para recomenzar una vez el juego de huir cuando llegue otro peligro y el apocalipsis nos agarre, esta vez, con un generador de corriente, agua y una alacena llena de galletas.

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