Mother, should I run for president?
Llevo un año en constante
relación con la península de Baja California en su parte sur. Volví por varias
razones que no me parece pertinente ventilar en este momento. Coincidió en que
se avecinaba una elección que sería ganada por el candidato del PAN, hijo del
segundo gobernador constitucional por el PRI. En aquella época mi padre había
sido figura importante del primer gobierno y se había integrado a otro grupo
que pretendía buscar otras posiciones más jugosas en el gobierno del país.
Conocí al, ahora llamado, Sr. Gobernador en una fiesta en el DF del círculo
sudcaliforniano cuando todos éramos priistas. Dentro de mi rebeldía adolescente
absurda (¿qué rebeldía adolescente no lo es?) me pareció que estar en los
círculos de la “gente bien” de Sudcalifornia era una pérdida de tiempo. Me
decanté por el estudio de la literatura que mi padre nunca comprendió y en ese
decantamiento perdí la posición ganada desde la cuna. Volver ahora es estar
dentro y fuera: dentro de un sistema que alguna vez conocí bien, pero
consciente de que mi lugar ya pasó; ahora no es más que un recuerdo que me
queda en la memoria. Volver es comprobar que siempre estamos mal equipados para
valorar el resultado de las decisiones que cada uno toma. Aún siento que la
política, o eso que llaman política, es una parte de mi construcción. No sé en
qué forma o bajo qué esquemas. Mi alejamiento no ha sido sólo de la península
sino del país entero. En un periodo de 15 años he vuelto a La Paz una vez, y a
México apenas ocho, en ocasiones por 4 días, y sólo una vez, en 2009, por dos
meses. Me he abstraído de la realidad nacional y de su cultura, de las pesquisas
de todo el mundo y mis amigos; los pocos que tenía han mutado, se han alejado,
o nuestra historia ha hecho que la amistad ya sea sólo una parte de los recuerdos
de cada uno. De igual manera, la historia de mis amistades ha tenido que ver
con la historia de mis soledades. Al irme del país, me fui con B., ahora ex
esposa, a continuar dándole rumbo a mi existencia, a tratar de ser consecuente
con mis decisiones de alejarme de un ambiente político que acabé repudiando.
El repudio pudo haber sido a
nivel ideológico o estético, pero más que todo fue un repudio ético. En mi
crisis vocacional mi padre me mandó a platicar con su querido Maestro Laguna
que databa de su época universitaria. Vivía en la colonia del Valle cerca del
colegio Simón Bolívar. El maestro Laguna, como lo llamaba mi padre, me recibió
con diligencia en su despacho, me ofreció una taza de café, mismo que acepté
por respeto a la autoridad que tenía en mi padre y que supuse yo tendría que
darle. Me preguntó si me gustaba la medicina a lo que respondí que no. A decir
verdad nada me parecía interesante, en ese momento de mi vida podría haber estudiado
cualquier cosa. Me preguntó si me interesaba la política. Le traté de contestar
de manera inteligente: “No creo que el capitalismo sea la solución” dije con
aire de superioridad. “Entonces ¿es usted comunista?” me preguntó con respeto y
cara lacónica. “Sí” contesté con seguridad. Se quedó unos minutos en silencio
como meditando profundamente mi respuesta. Después de ver a su alrededor y
sorber de su taza me dijo: “Lo entiendo… Yo si fuera pobre también sería comunista”.
La conversación siguió por otros derroteros, su recomendación fue que estudiara
derecho porque era una buena carrera para indecisos. Ese episodio se me ha
quedado grabado desde entonces. No estudié Derecho pero sí ingresé a la carrera
de Relaciones Internacionales en la UNAM donde me aburrí un montón. Cursé un
año del currículum con una materia de historia de México, otra de economía, una
de redacción y otra de metodología de la investigación. En la que menos me
aburría era en la clase de redacción porque teníamos que leer novelas que
después no discutíamos. Era la primera vez en la que estudiaba en una escuela
pública. Mi padre me dijo que tenía que ir a la UNAM para que conociera al
pueblo que habría de gobernar. En efecto, conocí a gente con acentos de lo más
pintorescos, salones recargados de alumnos y personal de extracción social
pobre. Mi primer amigo manejaba un taxi y tenía acento chilango de película de
Cantinflas. Supuse por un tiempo que tener esa clase de amistades era lo que mi
padre quería de mí. Hasta ese momento no sabía lo que podía ser la política. Mi
padre era muy radical en su visión. Distinguía de dos momentos que no eran
compatibles y que el común de sus colegas confundía. Hablaba de la diferencia
entre la administración pública y la ciencia política. Clamaba que la gente no
entendía esta distinción y que, en realidad, a los políticos, o a aquellos que
les gustaba entrar en ese juego, no les interesaba en lo absoluto el servicio
público. Decía que lo que les atraía era todo ese proceso de intrigas,
descalificaciones y alianza que acompañan a la toma del poder, a su
adjudicación y al control de los recursos públicos. Para él, estaba claro, el
poder y la administración eran dos cosas muy distintas. El poder es lo que obnubilaba
a la gente.
En mi época universitaria tuve
un sinnúmero de noches etílicas en las que los integrantes del círculo
sudcaliforniano departíamos para ventilar las ideas oídas en casa y “resolver” así
los problemas que hicieran de ese estado, casi desconocido, el mejor a nivel
nacional. A la distancia todas eran ideas absurdas; creo que lo más desesperanzador
de todo esto es que aquellos pares con los que departía, ahora ostentan cargos
públicos y puestos de elección popular. Obviamente todas estas ideas, en
principio cargadas de buenas intenciones, quedaron en notas de juventud, en
ocurrencias de quienes en un principio pudimos creer que nuestros padres eran
distintos. Yo creí por muchos años que el mío era el tipo más honesto que había
sobre la faz de la tierra. Nunca se me ocurrió cuestionar aquellos vales de
gasolina por los que iba semanalmente para repartirlos con mis amigos, mismos
que ahora están dentro de la administración estatal con altos puestos y parece
que han dejado de serlo. Nunca se me ocurrió pensar que los boletos de avión y
los hoteles en los Cabos cargados a cuenta del gobierno fueran parte de ese
mundo de corrupción que yo vivían pensando que era parte de los beneficios a
los que se tiene por estar dentro de los nacidos para ganar. Nunca se me
ocurrió cuestionar las salidas en yate del gobierno ni cuando guardaba las
facturas de los restaurantes para que me las pagaran en la “caja chica” de las
oficinas de mi padre. Tampoco cuestionaba el uso de carros oficiales de marcas
de lujo que mi padre me prestaba para ir a conquistar jovencitas incautas que
acababa subiendo al carro del gobierno para irse conmigo a la playa. Eso nunca
fue para mí corrupción sino simple uso de los recursos que la vida ponía a mi
disposición.
Un año después de haber
cursado la carrera de Relaciones Internacionales en la UNAM decidí estudiar
literaturas hispánicas, no porque creyera que la filología y las literaturas
nacionales fueran lo más importante en la vida, sino porque quería ser
escritor. Quería ser libre, debo decir. Quería sentir que me oponía a todo un
sistema que empezaba a no cuadrarme. ¿Qué es lo que no me cuadrada? La figura
de mi padre como emblema de poder. Decidí que la política me alejaría de ese
sentimiento de libertad al que aspiraba. De cualquier manera, la política
tampoco era un entramado de ideologías que había que perseguir. En la Facultad
de Ciencias Políticas, la ideología que imperaba era la izquierda comunista. Yo
apenas me había enrolado en las juventudes revolucionarias priistas más para
tener una identificación con la que pudiera charolear que por tener una
convicción ideológica. En ese sentido, mi padre argumentaba que la ideología
del PRI era la mejor porque era de centro, con políticas sociales. De hecho,
alguna vez dentro de mi resistencia a ser su repetidor, tuvimos debates que eran
más danzas retóricas que posiciones ideológicas en las que argumentaba que ser militante
era votar por el partido sin importar el candidato. Esa era su entrega al
sistema. Confiaba en el sistema porque creo que era lo único que se podía hacer
en esas épocas de unipartidismo. Meses antes de perder la elección para
presidente municipal, candidatura dada como premio de consolación por no haber
obtenido la nominación para ser gobernador, supo que ya había sido negociada
por quien sí había sido el elegido y que la perdería. Mi madre lo increpó y lo incitó a
cambiar de partido. Yo a mis escasos 20 presencié la discusión. Ya estudiaba la
carrera de literatura y me había empapado de retórica izquierdista. En ese
momento se estaba fundando el PRD de priistas arrepentidos y berrinchudos que
acabaron obteniendo todos los puestos de mundo, caso concreto nuestro primer
gobernado de izquierda. La respuesta de mi padre fue que a su edad ya era
ridículo cambiarse de partido. En ese sentido mi padre no fue un líder nato,
más bien era la figura detrás del poder, detrás del poster. No era político,
era administrador. Puedo incluso aseverar que era tecnócrata.
En la Facultad de Filosofía y
Letras de la UNAM se ponderaba la ideología de izquierda. Había que estar en
contra del sistema represor y entreguista. La ideología marxista era la moneda
corriente con la que eras juzgado. Traté de asimilarme lo mejor que pude.
Oculté mis conexiones políticas y mi ideología inexistente para tratar de
explorar algo con sentido más popular. Fui de esos burgueses que al principio
se sintió culpable porque el ataque de izquierda era hacia aquellos con los que
había convivido.
Hacia el último año de la
universidad conocí a B. Provenía de una clase trabajadora que me hacía sentir,
en cierta manera, culpable de todo lo que había tenido, y que al final había
desperdiciado. Al descubrir sus ideas de izquierda, más motivadas por la falta
de recursos y ese romanticismo que da la literatura donde todo se cuestiona,
comencé a cuestionar también mi historia. Había nacido, no sin una lucha de mi
madre de por medio para mantener a mi padre en el lecho conyugal, en una cuna
que me había brindado una educación lo más privilegiada que me pudo procurar mi
madre en su zafiedad y entendimiento provinciano.
Renuncié a mis amistades “de
clase” que consideraba de menor valía, o mejor dicho, de menor inteligencia,
dado que en esos ambiente se ponderaba muy poco cualquier actividad intelectual
y reflexiva. Desgraciadamente la política mexicana, y tal vez mucha del mundo,
no insiste en el valor de la educación escolar ni en la cultura como modelo de
representación popular. Se prefiere más a un tipo de “extracción humilde” o uno
que se contemple a sí mismo como heredero de todo un sistema, alguien que sea
percibido como candidato natural, elegido un poco por la mano de Dios. Así los
votantes no habrán de cuestionar ni la posición del candidato ni su propia
posición dentro del escalafón social. Este sistema ha creado, sobre todo en los
países subdesarrollados, un mecanismo de control de castas, de control de
sublevaciones, de motines, de marchas, de revoluciones porque la gente, el
común, no entiende que el político es una figura de servicio que recibe un
sueldo de los impuestos que le quitan, que le imponen, desde el descuento del
ISR hasta el IVA en alimentos, bebidas y artículos.
El político es una figura
pública no porque sea mejor o porque su cara encuentre un mejor ángulo en la
foto, sino porque está en constante escrutinio por ser depositario de una
confianza conferida por el votante. Es un contrato de buena voluntad para que
aquel que ha sido elegido represente. Pero esto que acabo de escribir sólo es
la idealización de un proceso ya más que putrefacto. Confieso que mi activismo político
no parte de una idealización del proceso, sino, más bien, de un desencanto y
hasta de un cinismo que no ve por dónde tendríamos que transitar para llegar al
bienestar social. Y con ello me refiero a la capacidad para reconstruir al ser
y dotarlo de humanidad. Porque la categoría de ser humano ha sido secuestrada
por el sistema económico que la ha relegado a un territorio moral, a un campo
religioso. De ahí que las nociones entre geografía, economía y política se
presenten como campos divergentes del conocimiento, cuando nunca lo ha sido.
Los límites, el acceso al dinero y los mecanismos por los cuales accedemos a él
están construidos por los propios hombres que han levantado murallas y han
creado un sistema que se les entrega, no para cambiarlo o reajustarlo en
beneficio de una comunidad de extraños, sino para permear a la colectividad de
allegados y mantener un status quo en el que sean ellos los mismos que detenten
el control del bien público.
En los terrenos de la política
estatal prevalece un juego sectario que tiende más al caciquismo, al que los
entronados consideran aristocracia por mandato divino. En lo que podría llamar
mi Estado, sin que ese posesivo implique ninguna definición de pertenencia,
ahora aquellos que toman las decisiones fueron tan familiares que cuesta
trabajo pensar que haya algo detrás de ellos que no sea la voluntad por la
adjudicación del recurso público a destajo. En otras palabras, tratar de
acumular todo lo que puedan para “jubilarse” con tranquilidad. Hasta ahora
parece que las segundas generaciones sólo se han concentrado en el arribo a esas
posiciones que les prometieron sus padres a través de la herencia directa.
Ahora, a la distancia, la política se me revela como un terreno lleno de
confusiones. Para mí la política no ha sido más que el territorio en el que se
discutían alianzas estratégicas de grupos en el poder que aseguraran una
continuidad. Me podría preguntar en este momento si tengo algún interés político
de alguna de forma. No sé qué responder. No sé si el haberme ausentado me ha
dado una idea errónea, como que ese no hubiera sido mi destino. Por un momento
quiero pensar que me interesa el bien público, pero no el poder en el sentido
vano del término. Sí, me gustaría que el país, el Estado, dejara de lado la corrupción;
sí, me gustaría que hubiera oportunidades educativas para todos; me gustaría
una mejor infraestructura educativa, acceso a la lectura, promoción de la
lectura no desde las instituciones culturales sino una prioridad en el sistema
escolar; me gustaría que se dotara al país de centros culturales y deportivos
por zonas; me gustaría que hubiera bibliotecas públicas donde el gobierno
invirtiera en un acervo que circulara. Dejar en claro que el énfasis en la
lectura no es responsabilidad de las instituciones culturales sino de la
educativa. Sin embargo, todos los gobernantes mexicanos predican con el ejemplo
el desprecio a la lectura, a la educación, al trabajo intelectual, para
favorecer a aquellos que les han favorecido.
Me gustaría sí, dotar a todos
de un mundo en el que sólo fuera importante la propia capacidad y que cada
quien pudiera ganarse el pan dignamente con las cosas que le placen hacer. Me
gustaría, entonces, que el peso de la política se diluyera para dar paso a una
especie de paraíso en la tierra. No obstante, eso no parece ser el caso en ningún
momento de la sociedad en toda su discurrir porque la historia como afirma
Popper y Arendt es la historia de la dominación de unos por otros, la historia
de la política.
No soy tan ingenuo para pensar
que eso es posible. Creo que, como sistema, el neoliberalismo ha confundido y
segregado a la mayoría de la gente. El capitalismo per se nos ha puesto ante un desconcierto mayúsculo. La sociedad de
consumo nos cuenta otra historia y dentro de esa historia hay pocos que se
benefician y otros tantos que culpan a su propia capacidad, pero no saben que
aquellos que poseen la mayoría del capital no son más inteligentes que ellos. Los privilegiados han sido elegidos por el
destino, o Dios, o como quieran llamarle. La realidad viene desde la cuna. Pero
ahí es pues cuando uno debe cuestionar por qué ese sistema es el que ha
prevalecido, si la riqueza, el dinero, es producto del propio hombre en su
vertiente política.
Ya lo decía Savater en algún
momento, para ser humano se necesita dinero: ese valor de intercambio con el
que podemos tener una estabilidad emocional para poder redirigirla a otros
aspectos de la existencia como llegar a ser humano. Pero ahí es donde las
religiones, y en particular el cristianismo, han percibido a todos los humanos.
Han creado humanos a su imagen y semejanza, de ahí que, si no la tienen, el
paradigma y el equilibro se trastoquen. Por ello habría que distinguir varios
niveles de humanización: el primero, podría ser el reconocimiento de todo aquel
primate bípedo que nazca sobre la faz de la tierra. La religión pretende pasar
por válida esta afirmación. Sin embargo, no todo aquel que nace es humano ni
tiene las mismas oportunidades reales. ¿En qué grado entonces este humano que
nace, por ejemplo, en algún municipio de Oaxaca, puede ser considerado humano
en toda la extensión del concepto? El propio cristianismo ha debatido la
humanidad de los indígenas en América, a quienes el tribunal de la inquisición
les otorgó sólo una edad mental de doce años, estigma con el cual han tenido
que luchar los pueblos indígenas y sus descendientes asimilados a las capitales
urbanas. Lo mismo ocurre aquí en los Estados Unidos con los afros, donde son
objeto de discriminación por aquellos que han ostentado el poder histórico en
el país. De ahí que pretender afirmar que humano somos todos es una de las
falacias mejores construidas de la política segregacionista cristiana y europeízante,
por no decir blanca. Por eso vuelvo a mi pregunta: ¿Qué significado tiene para
mí la política si vivo y escribo desde una torre de marfil desde donde
confronto ideas y me dedico a pensar el mundo como menos inequitativo? Tal vez
lo que quiero decir es que me gustaría cambiarlo, tal vez lo que quiero afirmar
es que el problema del ser humano es ético, y que lo que me interesa más es la
política vista desde la ética, que no debe de confundirse con la moral. La ética
analiza, confronta, dialoga, y resitúa la noción de valor. Porque a la postre
es lo que importa. ¿Dónde está el valor de las cosas, el volver sobre una idea,
un concepto que no tenga implicaciones mercantiles? Porque pensar que la política
es la historia de una lucha es determinar que el poder es lo único que se
pondera. Y pienso inevitablemente en la noción de bienestar como paraíso
prometido, en el mejoramiento de algo que no está del todo bien planteado. Y
esa idea de futuro es la misma que se articula y ha articulado en el discurso
de campaña. Nunca ha existido el ahora en la realidad políticamente mexicana,
ni federal ni estatal. El futuro es la divisa, porque el futuro nunca se puede
confirmar dado que está en el mañana, promesa de algo que nunca sucederá, tan
absurdo pero menos eficaz que el “hoy no se fía, mañana sí”.
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