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El que lo lea

Es lamentable, e incluso risible, tratar de escuchar las razones por las cuales los medios mexicanos intentan justificar la práctica del puto mientras el portero de la selección opuesta despeja desde su área. Los intelectuales más “varoniles” tratan, asimismo, de ofrecer una visión aguda que pretende colocar el insulto del lado del relajo y no del escarnio y sobajamiento del oponente. Es como si el juego de ver quién argumenta de una manera más válida la necesidad de golpear a alguien porque se lo tiene merecido fuera parte de ser hombre y no puto, aunque uno se dedique a empresas poco varoniles como lo es el manejo de la palabra. La sociedad mexicana es homofóbica y no lo sabe. Su machismo está tan arraigado que no puede desprenderse de él por más que sus defensores hayan visto el mundo y hayan podido constatar que no todo es como ellos piensan. Para muestra tenemos desde gobernadores que dicen que sienten asquito cuando los ven en la calle, hasta canciones de rock que dicen que es puto el que no baile y el que no eche desmadre (incluyendo el que quedó conforme con lo que oyó del informe). Ser puto es un gran insulto en la cultura mexicana, una cultura cuya figura masculina es el charro que se esconde detrás de una botella para cantar su odio hacia las mujeres (fundamentalmente por putas) y regodearse en el dolor de que no lo merezcan porque él es el bueno. Una sociedad machista proviene de una confusión de valores cuyo punto de partida es la ponderación del valor sólo porque se existe como tal, sólo porque la fuerza ha probado ser la clave en el sometimiento del otro. Qué es un puto si no una mujer disfrazada de hombre que tiene acceso a todo el universo masculino y que lo usurpa para sus fines demoníacos que es el engaño del otro. Ser puto es además un temor constante en la cultura mexicana, no por nada está en la mente colectiva el número 41 que es cuando el hombre debe encarar que le metan el dedo en el ano para comprobar que no tiene cáncer de colon. Es sabido que esta práctica conduce irremediablemente a una conversión porque finalmente no hay nada más volátil que la masculinidad. El odio a la mujer es parte de esta ecuación abominable, basta corroborar que Juárez es la capital de los feminicidios del mundo y ver cómo en videos donde se habla de la práctica narcotraficante uno de los temas recurrentes es el placer y el control de la sexualidad de las mujeres jóvenes por entidades “masculinas” cuyo signo es la pistola en el cinto más que el pene. La pistola como el símbolo del control no de la vida sino de la administración de la muerte. En estos videos el hombre es presentado como un ser ausente que objetiviza a la mujer para proveerlo de un servicio que está casi a la altura de la alimentación. Es quien le ofrece el sexo antes de dormir, casi como una terapia para reducir el estrés que la vida del peligro le demanda. Por eso en el terreno del juego que más asemeja a la vida, como dijo Villoro en uno de sus colaboraciones refiriéndose al futbol, los espectadores tienen todo el derecho de gritarle al contrincante que es puto porque ellos son bien hombres. Lo terrible de argumentar a favor acerca del grito es pensar que la fenomenología del relajo es la culpable para que se exploten y se exploren esos aspavientos culturales. Decir que es una tradición y que no se daña a nadie es pensar que los insultos no llegan a ofender a nadie y que no crean situaciones de intenso aislamiento cultural y que alejan la compasión con el otro. Sí, es el fútbol  y sí, es sólo un juego, pero como es un juego creado por una cultura civilizada lo más importante son las reglas; llamar puto al adversario habla más mal de nosotros que de los otros, nos deja más al descubierto, desnudos con penes risibles, nos quita ese velo de ser una cultura incluyente en un terreno donde ser homosexual, en realidad, como dijera Arturo de Córdoba, no tiene la menor importancia. No somos putos porque nunca hemos sabido que ser hombre tal vez sea otra cosa.




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