O Tempus Fugit
Hasta ahora he leído algunas ideas que
muestran al correr como una actividad que tiene cierta cercanía con la
resistencia en cualquier trabajo mental que se realice. No es que no esté de
acuerdo con la analogía ni con el pensar que correr es una actividad beneficiosa,
sin duda ejercitar el cuerpo es algo que se debe hacer. El problema es hasta
cuándo, bajo qué paradigmas y hasta dónde. Esta pregunta tal vez me la hago
cuando el cuerpo ya no es lo que era hace 20 años cuando no sabía lo que era el
cuerpo. Cuando el cuerpo, el mío propio, no era algo de lo que pudiera ser
consciente como espacio para la sustentación de vida. Mi cuerpo sólo debía ser
satisfecho y dentro de esa preocupación buscaba nutrirlo de lo que me pidiera:
fundamentalmente sexo y comida. Siempre estaba hambriento de lo primero y lo
segundo no lo ejercía de forma sibarita.
Ser consciente del cuerpo es ser
consciente del paso del tiempo. Ahora escribo más impulsado por la tristeza de
sentir mi cuerpo, de saber que lo tengo y lo he tenido conmigo desde hace 41
años. Lo siento porque me duele. El dolor es la expresión de un desarreglo
entre lo que no debe sentirse y sin embargo se percibe. El dolor sólo aqueja a
quien lo siente. Describirlo como punzada, como movimiento desarticulado, como
lugar que la gracia juvenil ha perdido en su soltura, es sólo nombrar sus
síntomas, sus huellas de algo que es más profundo y se esconde bajo la piel.
Empecé a correr por una suerte de coincidencias. Tengo el pie plano y mi
complexión no es atlética. Apenas alcanzo el metro y setenta. Sabía que al cabo
de media hora de caminar los pies se me hinchaban y caminar se convertía en un
suplicio. Estar de pie nunca ha sido tampoco uno de mis fuertes. Gracias a este
dolor opté por no ejercitarme con deportes de alto impacto. Se me hacía que
impactar el cuerpo constantemente tendría repercusiones si no físicas, sí
mentales. No quería castigarlo porque me daba miedo el dolor de sentirlo; de
que se manifestara como algo que me produjera desazón. B. me recomendó que en
cuanto tuviéramos dinero fuera a ver a un ortopedista para que me dijera si mis
pies tenían algún remedio. Al ser dictaminado oficialmente como “pie plano y
talón caído” me prescribieron algunas plantillas, muy rudimentarias, que logré hacerme antes de
venir a los Estados Unidos. Las usé por cuatro años hasta que tuve seguro
médico y fui al ortopedista de primer mundo. Gracias a la tecnología de punta
me hice de unas plantillas especialmente diseñadas para cada uno de mis pies.
Con ellas mi relación con el cuerpo empezó a cambiar. Los pies ya no se me
hinchaban y podía caminar por periodos más extendidos; sin embargo seguía sin
atreverme a impactar el pavimento o la acera. Cuando llegué a los Estados
Unidos comencé a ver que muchos gringos corrían. En México, sobre todo en los
círculos literarios, el ejercicio está mal visto. Es un ambiente que requiere de
alta ingesta alcohólica y cero espíritu deportivo, salvo para ver algún partido
de futbol y presumirlo como perversión y hombría (no soy dado a tales excesos).
Presa de mi espíritu crítico antiimperialista, comencé a criticar esa extraña
afición de correr solo o en parejas. Se me hacía que no llegar a ningún lugar
era un despropósito. Opté mejor por andar en bicicleta aunque alternando
esporádicamente el ejercicio en las máquinas elípticas que prometían no hacer
estragos con la estructura ósea de los corredores tímidos. Así pasé cerca de
tres años posteriores al uso de mis nuevas plantillas. Por alguna razón que he
olvidado decidí subirme a la máquina corredora y comenzar a pasar en ella media
hora, después 40 minutos, hasta llegar a la hora de carrera sostenida. El
cuerpo parecía no dolerme de manera significativa ni insoportable. Cuando me
dolía algo recordaba que mi padre vivía en dolor constante desde que tenía 40
años a causa de su artritis reumatoide. Aunque nunca habíamos sido muy cercanos
en algunas de sus conversaciones esporádicas me había revelado (dudo que con
intensión de darme una lección de vida más para que yo descubriera y apreciara
su rica inteligencia y su aguante masculino): “tú aguanta hasta que ya no
aguantes.” Corrí por espacio de dos años en las máquinas. Sabía que no
era lo mismo ejercitarse dentro de un gimnasio que fuera. Correr en la calle
planteaba otros retos que no sabía si quería experimentar. Podía sostener un
paso más o menos estable por espacio de una hora, hasta una hora quince y
cubrir 7 millas (como empecé a correr en los Estados Unidos aprendí a medir la
distancia físicamente en millas). Me decidí a salir un día en que el alguien me advirtió que si quería correr fuera cambiara de
tenis y saliera a la calle sin más. Esta osadía me hizo darme cuenta de que el
pavimento podía ser otro lugar para descubrir el mundo. Salí temeroso, casi diría temblando, a correr
en un sendero muy cerca de mi casa. A la segunda milla sucedió lo que más temía:
no pude ver la raíz protuberante de un árbol y me colapsé en el camino. El resultado, además de una torcedura en el pie izquierdo, fue darme cuenta de que el miedo me
había llevado a dejarme caer. Tenía miedo de salir al mundo y quedar rendido en
el pavimento sin nadie que me pudiera rescatar. A pesar de que llevaba teléfono
B. no contestó y tuve que regresar con paso irregular y un dolor que nunca
había sentido a la casa para estropearme mucho más el tobillo que había duplicado
su tamaño. Sospecho que la mente me jugó una mala pasada con las llamadas
“self-fulfilling prophecies”. Profecías que se hacen realidad de tanto pensarlas
porque ponen en funcionamiento la serie
de coincidencias que generarán el tropiezo. Sospecho también que dar un paso en
falso es parte del arte de aprender a seguir adelante. Pasé tres semanas
inmovilizado con vendajes, descanso, elevación de pie y muletas. Después de correr
dos años al interior de un gimnasio mi búsqueda de libertad había quedado
interrumpida. Volví a correr en la máquina hasta recuperar un poco la confianza
en mi paso, en mi pisada. Me armé de valor y salí a recorrer la misma ruta más
consciente de mis alrededores, es decir, sin tanto miedo. Al llegar al lugar exacto donde me había
acaecido el accidente me di cuenta de que la raíz era apenas una protuberancia
casi imperceptible. Sentí que volvía al famoso lugar del crimen a determinar la
razón del asesinato. No encontré más evidencia que pudiera inculpar a
alguien más que a mí mismo y a una pisada distraída. Pasé el obstáculo con agrado pensando que tal vez
era el precio que debía pagarle al destino por querer tomar otros senderos. Ese
día corrí cinco millas con la satisfacción de haber regresado intacto y con
todos mis huesos completos.
Me percaté también de que el tiempo y
la distancia que recorría en la máquina distaban mucho de lo que corría en la
calle. Mi rendimiento era menor. En la caminadora la realidad era controlada,
una especie de laboratorio artificial de la zancada. Comencé a percibir el
papel de la incertidumbre en la ruta que había decidido seguir. De pronto el mundo no era una banda infinita
en la caminadora sino un lugar donde la contingencia era lo que me esperaba.
Sentí que con cada salida comenzaba a retar al mundo y a la suerte. Desde aquel
momento han pasado cinco años. En esa ruta hice mi primer entrenamiento para
completar una media maratón. Desde entonces he corrido casi con asiduidad todos
los fines de semana más de medias maratones. Hace dos años corrí mi primera
maratón completa y hace unos días mi segunda. Ya no soy un chaval y el cuerpo
resiente que mi tiempo ya no es el que era. Sin embargo, el cuerpo y sus
dolores me recuerdan que el tiempo cada día me agota y me rompe los estándares
así como los ligamentos. He decido a aguantar hasta que ya no aguante.
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