De materias y antimaterias
Si he contemplado el mundo en su
totalidad y contexto ha sido desde una distancia visual como la mayoría de los
mortales. He sido un viajero incansable preocupado siempre por el problema de
la perspectiva y mi posición dentro de este planeta. He descubierto que ésta no
se resuelve tan felizmente como cuando al alejarte dejas humanidades para
encontrar otras que creías distintas, con las que compartes más cosas que te unen.
Viajas lo que crees que son muchos kilómetros, millas, leguas, para verte el
rostro decorado con derredores exóticos y encontrar en la cara al otro, a ti.
Ves por la ventanilla del avión un mar azul y sólo piensas en no caer.
Gracias a la necesidad de exploración del
humano, he podido vernos desde un recorrido de 6 millones de kilómetros que ha hecho
la sonda Voyager 2. He visto la
Tierra, o Earth como se le dice en inglés, suspendida en la mitad de la nada.
La he visto en una fotografía que la sonda captó en 1990 antes de salir de lo
que hemos llamado sistema solar para aventurarse a lugares adonde no hemos
podido llegar. No sé donde se encuentre ahora el Voyager 2. La NASA dice que en
algún lugar del espacio profundo.
Es sabido que al regresar a la tierra los
astronautas cambian su actitud hacia lo terreno; dicen que se vuelven más empáticos
con la vida y se desenvuelven con una actitud más humilde, como si se
descubrieran nimios ante la vastedad de lo indescriptible. El astrónomo sabe
perfectamente que sólo conocemos un 2% del universo y que de ese 2% de universo
verificable, nosotros solo somos un milésima parte. Para ellos nuestra
existencia no es realmente nada. Conozco a uno cuya actitud con el mundo es de
lo más abierta, incluso diría paciente y comprensiva. Me ha pedido
recomendaciones sobre poesía; pienso que como necesidad de encontrar algo
adentro de nosotros. Si está dispuesto a ver el universo más allá de lo que hay
aquí posiblemente su necesidad de buscar sentido a lo que lleva se encuentre
más volátil y busque creer que aquí tenemos algo que tampoco conocemos.
Existimos suspendidos en un planeta que
no sabemos por qué no se desploma, por qué no se contrae, por qué no se
ensancha. Ciertamente ha habido mentes que sí conocen las respuestas o cuando
menos eso nos dicen a golpe de números que nadie entiende. Y tal vez lo digan para
que nuestra ansiedad se controle y nuestros ritos de supervivencia vayan
perdiendo fuerza, que nuestras historias se vayan reduciendo y no muestren esa
complejidad que es estar vivo sin misión particular, salvo la reproductiva en
la mayoría de las especies.
Lo que puedo ver, no obstante, es que
existimos suspendidos en un algo que es como una tela invisible sin masa
aparente que nos sostiene. Quiero pensar que esa tela invisible, inexistente,
es la que hace que esta mota de polvo, que es la tierra a la distancia de 6
millones de kilómetros, no caiga abismalmente hacia algo que ni siquiera
intuimos. Podemos ser como una mota dentro de una flor, por ejemplo, para
revivir un poco la idea del fascista Dr. Seuss y su Horton Hears a Who
o estar dentro de un locker y creer que dios es esa fuerza que nos puso dentro a
quien le debemos devoción, como Men in
Black y la historia de las posibilidades alienígenas. De esa forma, el
universo es algo tan extraño que no es posible sino imaginar que no somos la
excepción sino la regla de algo que produce vida como la nuestra, quizá mejor
como la imaginó Gene Roddenberry en Star
Trek y su saga futurista de múltiples
civilizaciones en armonía cuando al comienzo de la New Generation el capitán Jean-Luc Picard nos advierte “Space… the
final frontier...” Una frontera que nos separa de eso que no sabemos qué, de
eso de lo que está hecho el universo, dark
matter and antimatter, según me lo ha dicho mi amistad. Tampoco sabemos qué
es esa materia oscura o esa antimateria de lo que dicen está hecha la mayor
parte de un universo que ni siquiera imaginamos correctamente. Nuestra
animalidad nos programa sólo para la subsistencia a corto plazo. Nuestra
subsistencia no pasa de imaginar el impacto que tendrá algo en los próximos dos
días en el mejor de los casos. No estamos capacitados para la compresión y al
utilizar el plural lo digo como vocero de una especie de la que soy parte. No
estoy capacitado para concientizar lo que observo desde un video, una foto, que
me dice que mis problemas no tienen la menor importancia porque sólo me
conciernen a mí como individuo que nada tiene de relevante dentro del universo
suspendido en el que alzo una voz que nada tiene de peculiar. Creemos
hermanarnos cuando compartimos ritos y concepciones de dioses que nada tienen
de incluyentes y sí de exclusivos para tener esa certeza que mi amistad me dice no existir. Y veo por ejemplo qué irrelevante resulta ese punto azul que
contemplo y me pregunto por la voz que me animo a formular, que aventuro a
articular como conciencia moralizante, es verdad. Pero también como conciencia
amoral. Entonces, si nada hay ahí debajo, atrás, arriba, (porque lo he visto)
para qué pido comprensión de seres amorales. Si esta cadena de vida orgánica no
me lleva a otro lado más que a la afirmación de la misma vida, a anular el
impacto del tiempo permaneciendo inmutable, suspendido ahí como la tierra que
contemplo.
Y tal vez es lo que tengan los libros,
dimensiones suspendidas de tiempo que nos ayuden a bienmorir, historias definidas
que nos muestran que dentro del tiempo al que estamos expuestos hay algo que
transcurre y se llama vida.
Sin embargo, al ver la tierra ahí esa
intención de trascendencia perenne bajo la forma de una pensamiento me atrae y
me pregunto por mi humanidad, si sólo consiste en la permanencia, en el estar
expuesto a los elementos y corroborar el paso del tiempo en los ciclos de
quienes contemplo.
Y entonces, desvarío un poco más, ¿para
qué ser feliz? ¿Para qué perseguir la felicidad con tanto ahínco si al final la
muerte que todo lo conquista llegará para restituirnos al polvo, para
reintegrarnos a esa milésima parte de materia que existe por excepción dentro
de lo que podemos reconocer? Por eso la vida de la física cuántica parece más
humana, más lograda, más impredecible; porque dentro de esa impredecibilidad
está contenida la forma de existencia inagotable, una realidad que desafía la
ley del tiempo y de la causalidad, la ley de la acción y reacción, la ley de la
retribución. Porque en realidad a nadie le gusta retribuir, ni saber que la
verdad es la muerte, que la muerte es esa luz al final del túnel, que la vida
es lo único que podemos apreciar como nuestra porque la padecemos como seres
“sintientes” pese a los esfuerzos por cosificarla y consumirla como si fuera
ajena, y malhecha por definición. Pero si al contemplar ese punto azul desde
una distancia imposible, la gran canica azul, como le llamaba cuando era niño,
pretendo seguir creyéndome aislado y único, grande, mi delirio será gigante, mi
insatisfacción para llenar el tiempo inevitable de la muerte será la muerte
misma antes de que llegue. ¿Para qué ser feliz entonces? Creo que para no morir
antes de lo previsto, sólo para eso.
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