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La rebelión de los na®cos



Uno de los primeros y quizá el único en brindar una definición y atención al fenómeno de los nacos ha sido Monsiváis. En un artículo publicado en 1976 en la revista La cultura en México hace un recuento de lo que ha podido ser su estética y sobre todo quién es aquel al que se le denomina el naco. Según él, el vocablo es una versión apocopada de la palabra totonaco y denota el componente indígena de aquellos que lo portan pero con la salvedad de que son un fenómeno, un engendro de la civilización, o cuando menos de los esfuerzos civilizadores de los no nacos.
El término es en definitiva peyorativo y tiende a señalar el nivel educativo, de una subcultura de un grupo que ha estado presente desde antes de la llegada de los españoles. Los nacos, los indígenas ya sin ese componente autóctono que tanto ha sido ponderado por el rescate de todo tipo, son el engendro de la ciudad de México cuando ésta tuvo su auge rumbo al progreso después del vacilante e incierto triunfo de la revolución. Hablar del naco es hablar de la piel morena y sus bajos niveles educativos y culturales. Es un imitador relegado de todo lo que una clase media minoritaria en México copian a su vez de la clase media norteamericana. Los nacos son repetidores de un colonialismo de tercera. Este rencor hacia los nacos proviene desde tiempos inmemorables cuando el proyecto criollo de nación se fue resquebrajando para permanecer en una sectorización de élite del poder. El proyecto de nación era y es claro: hacer de México algo que no se puede, un país donde el desarrollo lleve aparejado la piel blanca y todo lo demás que se ve en la tele como prácticas sociales de toda la población. El naco una vez asimilado a la cultura urbana del DF hubo de sentir la diferencia que se operaba entre él y el ejecutor del proyecto nacional. Su imitación no le bastaba para ser incorporado dentro del camino hacia la transformación de México. La asimilación del indígena no es que no se haya dado, es que tomó un curso pese a la programación del gobierno que nunca ha querido incorporarlo al camino del progreso. La asimilación del naco a la cultura de la élite (con educación) sólo pudo reproducirse por las ganas de éstos de participar dentro del festín de la abundancia que el mercado les decía estaban perdiéndose. Y en efecto, el mercado, que todo lo consolida en el aire, fue el que desató una serie de conflicto existenciales que antes del desarrollo México no vivía. Es decir, el naco, el indígena, vivía consciente de su posición histórica además de que la política del estado no le permitía acceder a las nuevas promesas civilizatorias. Se ha dicho, o cuando menos la historia oficial ha querido rescatar a la figura de Juárez como el gran reformista para reforzar la historia de un indigenismo positivo. Juárez, un indígena oaxaqueño que llegó al poder pese a su desventaja racial y social. Sin embargo, no se dice que fue reelecto en varias ocasiones para asegurar que el poder no cayera en otras manos, tal como su compatriota Porfirio Díaz, hijo de español y madre indígena, que se polveaba la cara para atenuar sus rasgos y distanciarse así de su predecesor.



El indígena asimilado a las promesas de la urbe fue bloqueado por su falta de sensibilidad para comprender el proyecto de la élite. Hacia los años sesenta, según consigna Monsiváis, el naco tomó forma como manifestación cultural, en otras palabras, reclamó un lugar para sí con su estética colonizada de tercera. Esto en el terreno social podría parecer una marginación dentro del proceso de modernización, sin embargo, a la postre, resulta un logro para quienes han pensado que el problema de México son sus indios.



Pese a la programación de un gobierno excluyente, los nacos han tenido que volver sobre las producciones urbanas y clamar un espacio que se les ha sido negado. ¿Quiénes son los nacos ya en última instancia? Todos los excluidos que por alguna razón no han podido descifrar el comportamiento de una sociedad como un bien común sino como un lugar de batalla donde el fin justifica los medios.



* * *

El nuevo fenómeno al que han tenido que orillarse es el narco. Los gobiernos tecnócratas han dejado la realidad demográfica y educativa del país en manos de aristócratas de todos los partidos que sólo pretende su bienestar consumista. Las posiciones que dicen habérselas ganado por razones absurdas les pagan compensaciones ofensivas para el resto de la población; la justificación es evitar, dicen, la corrupción. El resultado de un poder desligado de sus gobernados ha llevado a México a no sobreponerse a sus prioridades y ha hacer de todo el negocio de estupefacientes el único medio posible para salir de la miseria. Como he dicho anteriormente, el problema del acceso al dinero es un problema político y el narco es un producto de este bloqueo llevado por el gobierno para la mayoría que no cree que una educación sea la vía para el progreso. Un vez más las políticas neoliberales han hecho posible la exaltación del mercado como la única recompensa y el consumo es el baremo del bienestar. Así el narco ha removido la vieja dicotomía de lo naco para situarlo dentro de los medios que posibilitan su ascenso dentro del camino del consumismo y todos sus engendros, incluidas las drogas.
El narco se nutre precisamente de los nacos, de esa carne de cañón de la civilización marginada por las promesas del consumo, del sexo con juveniles pieles, de misses universo, de camisetas polo con logos descomunales, de zapatos Dolce and Gabanna, de copetes pintados de colores claros que adornan la melena hirsuta de un indígena vestido. Son la imitación constante de la imitación constante; son el engendro de una civilización trastornada por un capitalismo voraz que se traga a quien no traiga una magnum en la guantera. Son la conformación de una confusión ética de la empresa y los valores del mercado. Son seres humanos fallidos, fragmentados por una moral contradictoria que no puede resolver una dicotomía milenaria del no matarás frente al no extorsionarás. Son una especie de justicieros de sus propia moral enferma por las promesas de ser como dios por sobornar en “cash” al procurador de justicia con 400 mil dólares a cambio de protección. Son unos vigilantes de su propio compromiso porque los 300 que han matado con las manos, todos, dicen, se lo merecían. Claman ser parte de la marginación histórica y venir “desde abajo”; se entrenaron en el ejército, fueron policías de a pie, estuvieron cautivos en desiertos donde lo único que pasaba era el calor. Soñaron con las promesas del mercado y andando en el jale se metieron al “negocio”.

El compayito dice haber trabajado duro con los meros meros e irse metiendo hasta que, en una actitud emprendedora digna de manual de capitalista, decidió independizarse. Haciendo alarde de moralidad torcida nos presume en la “entrevista” que le hizo la procuraduría de justicia que nunca se vendió. En pocas palabras se jacta de sus altos volares éticos. No tiene remordimiento alguno, no sabemos por qué. En lugar de ver al monstruo que queremos presenciar, vemos a un ser humano que bromea ante las cámaras. Nos revela que la atrocidad del negocio sólo es parte del “bisne”, que él hace bien su trabajo a mano limpia, con cuchillo o sierra, que es condición de llevar bien un negocio, que trata bien a sus subordinados y les da su equipo a los muchachos que trabajan para él. Nada más normal dentro de la empresa de la droga que rodearse de un equipo confiable para salir adelante, como él mismo lo expresa. ¿Dónde está entonces el problema si el compayito no lo puede ver? Nosotros, los que nunca hemos herido ni siquiera a una rata no podemos imaginar que tal vez al decapitar no sienta nada, imaginamos a un psicópata enloquecido teniendo acaso una eyaculación cada vez que oye un grito de horror. El compayito no extorsiona, sólo decapita. La guerra no sólo la pierde Calderón y los suyos, no sólo nos robaron al país, ya tienen a toda su gente.

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