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Lo más frágil del ser humano es la vida. Con ella la muerte siempre se hace presente como recordatorio de que el mundo es inestable. Cuando se piensa en ese estado incierto se espera que una fuerza suprema sea de lo más benevolente y que la vida abandone los cuerpos cuando sea inminente: una muerte “natural”, una muerte que sólo confirme la ley de la vida cuya importancia más estratégica sea la procreación y después la ausencia. La vida interrumpida con violencia es el tema de todo lo que se consume en los medios de comunicación. Los ejemplos son numerosos y no valdría la pena corroborar sus incidencias. La muerte es el mercado de la vida. Su interrupción muestra cómo el vivir puede ser absurdo pero el morir un último dolor cuya superación nunca ha sido confirmada. El famoso “thriller” no es más que su manifestación más comercial. Las armas son extensiones de nuestra fascinación por la muerte y por el control de la vida. Determinar cuándo y bajo qué circunstancias se habrá de constatar la muerte no es algo nuevo dentro del imaginario cultural de occidente. Ya el romanticismo lo dijo, lo expuso como su última revelación en el terreno de la libertad: elegir el momento de la muerte era la confirmación de la propia voluntad dejando el azar de la terminación como mecanismo de corroboración de las acciones morales. El suicidio fue la respuesta ante la impotencia de predecir su momento.

La representación de la muerte a través del asesinato se hace presente en todo momento tal vez para infringirnos un miedo metafísico, una inseguridad cósmica que es preciso sanar, paliar con algún discurso que muestre que no todo está perdido. Vemos asesinatos ficticios todo el tiempo, todo best seller conlleva un asesinato y una resolución. No existe ningún programa dramático en la tele que no contenga por lo menos un asesinato y sus motivaciones. La violencia vende y las sociedades en donde la muerte está regulada y controlada hacen de ella una fascinación macabra. La muerte violenta espanta y cada día aterra más a quienes por razones extrañas y caprichosas han sido parte de una rueda que los ha puesto del lado de las víctimas. Se pensaba que sólo el dolor podía estar del lado de quienes habían destruido todo un país y lo habían vendido por lujos y pulsiones más terrenas. Ahora sabemos que en México al hablar de violencia ya no hay nadie que se sienta a salvo. Tal vez mis reflexiones sólo son motivadas por lo que leo en la prensa, por lo que sigo en los diarios: cárteles, descabezados, justicia inservible, encobijados, reclamos de gente que no recibirá atención, asaltos y degradación. Nunca he sido optimista. Creo que la política en México es un farsa, que desde que nació el país surgió herido y ahora se desangra más rápido. La manera de sanear todo es muy nebulosa. México quiere victimizarse, inmolar su piel y flagelarse hasta que ya no quede dolor reunido en el mundo para presentarse a unos dioses caprichosos: los 13 banqueros que le rinden culto al gran dios Mercado.

La muerte vende y el crimen asusta a todos aquellos que nos sentimos lejanos de su realidad cotidiana. No es simplemente el imaginar que el mundo del que procedimos se nos ha caído sino experimentar un dejo de culpa con el que vemos lo que pasa a diario en medios distantes. No puedo dejar de pensar que mi compromiso hacia un futuro más equilibrado es casi nulo. México como país sólo se convierte en un recuerdo de algo que me pasó, que no podría cambiar por más que me lo propusiera. Sin embargo, también siento vergüenza, pena, de haber salido de un mundo en el que todos los vicios se manifiestan como moneda corriente y que cambiar por más que digan que es desde el individuo, en un falso cliché, no es cierto. Ser heroico sólo opera cuando hay una recompensa de por medio, cuando hay una certeza de un reconocimiento que enaltezca los valores morales de correspondencia hacia el otro. He visto un sin número de veces la misma temática en videos esparcidos que juran que si te miras al espejo y miras atentamente verás quién es el verdadero culpable de lo que existe. Esos videos no son más que tratar de endosar la responsabilidad a la gente que nunca ha tenido la culpa de lo que otros hayan querido hacer para satisfacer pulsiones mercantiles desde el poder. Dicen que hay una cultura de la corrupción que empuja todas las acciones de coacción. Tal vez sea cierto, sin embargo el problema es político; el problema de acceso al dinero no es más que un problema político. La corrupción surge como un mecanismo de nivelación social y de restitución de lo que debía ser. La consigna del narco del bienestar a través del crimen sirve para que en su campaña de reclutamiento el narco explore el resentimiento de recobrar aquello que les fue arrebatado por el sistema político mexicano. La sociedad mercantil expresa que mediante los productos se alcanzará una satisfacción pasajera que se resolverá una vez obtenido el producto para después buscar alcanzar el siguiente y así en una cadena que conduzca a la tumba. En México esa cadena es muy inestable y no puede prometer nada; por eso el desfase y la frustración conducen a la mayoría a tomar decisiones que buscan remediar el consumo a través del robo a toda escala.

El narco seguirá. La legalización de la droga no podrá ocurrir; es demasiado el dinero que genera para bajar su precio de buenas a primeras. El sistema político tampoco cambiará. Ahora creemos que la democracia lo puede resolver todo y que México cambiaría si las elecciones fueran respetadas. Tampoco podrán serlo. La política es despreciada por aquellos que dicen pensar y los que la ejercen pensando creen en la igualdad, siempre y cuando ellos sean considerados de mejor valía. Sin embargo, la realidad mexicana perseguida por la muerte sólo busca la negación de su entorno y trata de resolver evasivamente todo lo que se le presenta porque tiene tashas y musho perico.




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