
La vida sin servidumbre
Salí de mi país hace 8 años y creo, hasta ahora, no volver; no porque crea que México es una mierda o que todo lo mexicano es fuchi y de ese modo ponderar lo otro y ser, como buen mexicano según Paz, bien malinchista. Las razones son muy pragmáticas: en México no tengo trabajo ni tampoco conocidos ni amigos que me ofrezcan uno (decente se entiende).
Cuando he invitado gente para que me hagan compañía en esta soledad primer mundista siempre descubro que vienen con alegría para probar la manera del poderosos de hacer las cosas. Algunos han sido más autosuficiente que otros y han sabido, depende de su posición de ser globalizado, moverse sin complicaciones pese a la barrera que una lengua extraña pueda dar. Los veo emocionados por ver el mundo tal y como yo lo estaba cuando puse el pie en estas latitudes, lo que no intuyen es que el primer mundo cuesta y que la mayoría de los que vivimos aquí en realidad hemos dejado atrás las comodidades para sacrificarlas por algo que aún no descubrimos qué es.
Al hablarme de todo lo que significa ser mexicano siento nostalgia. Desde luego no me dicen que todo lo que hacen lo hacen porque son mexicanos, pero yo sólo recuerdo todo lo que también hacía cuando vivía allá. A final de cuentas no es más que la manera mexicana de hacer las cosas. Cuando pretendo hacer una reflexión, junto con Berenice, de si valdría la pena regresarnos con “nuestra gente” descubro que lo que más echo de menos es la manera mexicana de ser atenido. Eso es lo que realmente me martiriza todos los días. Y es que en México todo el mundo tiene servidumbre, si no pagada directamente sí digamos colateralmente. Por unas cuantas monedas te cuidan el coche, te lavan el carro en cualquier lugar, te echan aguas, te lavan los vidrios, te divierten con espectáculos circenses mientras esperas la luz verde del semáforo, te separan la basura entre orgánica e inorgánica, la tiran todos los días, te cargan las bolsas del mandado, te dan una toallita para que limpies las manos después de mear, le echan gasolina a tu carro para que no te queden oliendo las manos a combustible, le checan los niveles a tu carro, te abren las puertas, amén de un sin número actividades que seguro se me escapan. Si esto no bastara, por una cantidad nimia (digamos 20 dólares a la semana por tres días, jornada de 10 horas), puedes tener sirvienta particular.
Esta maravilla, que suele ser una mujer de 50 años de extracción humilde e indígena, llega a tu casa para hacer limpieza profunda, barrer y trapear a conciencia, si es posible con cloro. Friega con maestría todo el trasterío que dejaste acumulado el fin de semana después de la fiesta. Lava y plancha toda la ropa sucia acumulada hasta a ese día. Todo el mundo, en un acto de igual y de magnanimidad, se refiera a ella como “la muchacha que me ayuda” o un nombre eufemísticos que esconda la vergüenza de esclavizar y explotar; su nombre siempre es aderezado con un diminutivo al final para reafirmar ese lazo afectivo de negrero comprensivo.
“Juanita” llega muy temprano desde Tlayacapan el Alto, a eso de las 7 de la mañana –viaje que le toma alrededor de 2 horas y media en trasporte público-- para que alcance a hacerle el desayuno a la familia entera, y empezar su sesión maratónica. Ese día nadie tiende la cama, los integrantes de la familia deciden dejar tirados los calzones en el baño junto con la toalla pisada y lo más sucia posible. Si la noche anterior alguien quiere lavar un plato, algún integrante de la tribu anuncia, providencialmente, la llegada salvadora de la mucama. En caso de que la familia tenga lavadora la madre ve con sospecha que su “asistente” lave en la máquina carísima, que requiere un alto coeficiente intelectual para operarla, e incluye en la tanda de ropa sucia el cuidado delicado de tres trapitos de diseñador comprados en Liverpool, mismos que la interfecta debe lavar con suavitel a mano para que en realidad haga su chamba. Antes de salir al trabajo, se establece una breve conversación sobre las necesidades específicas del día en cuanto a la labor higiénica e instrucciones sobre los lineamientos a seguir en los alimentos. Si la interfecta sólo va un par de días se le pide que elabore un menú para todos los días ausentes, sólo para recalentar. En caso de extrema confianza (misma que debe ser ganada con los años y después de varias pruebas a su integridad económica, por ejemplo 10 pesos “olvidados” en un pantalón, o debajo de la cama) “Conchita” se ha ganado el derecho de administrar dinero para comprar las vituallas que sean necesarias en el mercado sobre ruedas de la esquina. Si se ha llegado a este nivel de abstracción esta cualidad no sólo es ponderada sino envidiada por quienes se quejan de la integridad moral de su “criada”. La mayoría de las veces la mucama no tiene buenos modales ni una estricta formación ética por lo que practica el llamado “robo hormiga” que consiste en llevarse pequeñas cantidades de champú, un jabón, detergente de polvito en un frasco, e incluso algún modelito que le guste de la señora o el señor para su familia. Esta práctica, si bien condenada a los cuatro vientos, no basta para que en México alguien entregue los placeres de ser atendido, ya lo dice el dicho “más vale arriar que cargar”. La pérdida se transforma en un daño colateral que vale la pena soportar y se culpa a los hados por la mala suerte que se tuvo a la hora de encontrar a alguien que te haga las cosas, perdón que te “ayude”.
Nosotros con nuestro destino cambiado y en contra de todos los pronósticos seguimos aquí triunfando sin señora que explotar, sin querer pagar 50 dólares sólo por casa limpia y un máximo de tres horas (en ese caso mejor me los pago a mí), envidiando toda la suerte de quienes llegan a su hogar y lo encuentran tres veces a la semana impecable, oliendo a cloro, con la ropa limpia y doblada en los cajones, la vajilla guardada, el olor del guisado y la serenidad de volver a dejar todo sucio para que “Lupita” desquite el sueldo dentro de un par de días y no tenga que liquidarla porque ya tiene 20 años con nosotros y aunque roba, es noble de corazón.
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