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Hay cosas que no me gusta hacer en esta suerte de espacios y una de esas es compartir poemas con el mundo (decir mundo es un eufemismo sólo para los escasos cinco visitantes que tengo a la semana). Lo hago porque es un poema que tendría que haber incluido desde el principio cuando me aventuré, más por curiosidad, a utilizar este recurso como espejo narcisista. El narcisimo está justificado en cuanto a que la morbosidad nos lleva a ver qué ocurrencias ha tenido alguien que hemos conocido remotamente en el tiempo o en la distancia.


De igual modo, las relaciones de amor/odio se presentan como glaciaciones que, un tiempo congeladas, se derriten bajo el peso de las coincidencias. Coincide que donde vivo he vuelto a oír la palabra península que creía muerta o evaporada. Desde hace tres años habito en un puerto que parece ser la antítesis de la que dejé hace ocho años pensando que me convertiría en un hombre de verdad, en un héroe invencible o en un dios humanizado.


Han pasado cosas: he vuelto a ver el rostro envejecido de mi madre y no he visitado la piedra donde está inscrito el nombre de mi padre. Regresé para sentir el peso de mi ausencia y buscar en los pocos amigos que dejé el cariño que sentí. En ese regreso recuperé un pedazo de memoria y un ejemplar de la revista Fragata en cuyo directorio fungía como segundo a bordo. En ella apareció un poema mío que no recibió ningún comentario por parte del grupo que no incluí en el número. He hecho una segunda versión con la que celebro la coincidencia del deshielo y el asombro de sentirme sin rumbo todavía.



CÁLIDA FORNIA



Tierra espuria de entre todas maldita:
Siniestra mano puesta entre las indias.
Juan sin Tierra lacerante en su piel,
seca extremidad aislada en orfandad.

Sólo emulación conjura en la sangre
su desierto.

Perdida en el fruto del silencio
una sirena amanece ahorcada por su lengua.
Las espinas dormitan en el cuerpo
y recogen coronas por las llagas.

Ignota majestad de cielo intenso:
tumor luminoso cuyos demonios
habitan en las tardes sus guaridas.
¡Qué soledad de Hidra!
Por sus cabezas escurren llamas que naufragan
sobre un caudal que mana firmamentos.

Diluirse entre arenas
es ahogarse de memoria.
En su fruto convalecen madrigueras
los que se roen la misma carne:
superficie que ilumina y consume
la soledad de cíclope llagado.

Corrupción espuria de su hijos
que celebran su existencia con festines
de becerros y vástagos desmembrados.
Arpía y tumba:
Su cálida piel todo lo destruye.
Astillas atraviesan el cielo
que dejó en el vacío.

Contiene toda ira con su aroma desolado.
En su mapa, cartografía de imposibles,
se revela un destello o un infierno:
Tierra baja,
Cálida Fornia
de entre todas la más maldita.

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