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La inminencia del aplauso o la revolución sí será televisada





Uno de los primeros en demandar aplausos fue el comediante Memo Ríos que al terminar cada uno de sus sketches en verso los pedía como fase transicional de uno a otro. Era una especie de válvula de escape que se filtraba después de la presión de contar un mal chiste. Desde entonces pedir aplausos inmerecidos ha sido una costumbre de quienes detentan el poder. Lo que más llama la atención no es que los medios de comunicación ya no aplaudan, sino que el que los necesita los pida de manera pasiva agresiva. Tal vez ahí radique la novedad del aplauso inmerecido, su demanda, su ausencia, su nostalgia. Peña Nieto, como entidad risible en la que se ha convertido, ostenta la necesidad de ser nutrido por el aplauso de otros que nunca han tenido conciencia ética porque nunca había hecho falta. Como argumentan algunos medios internacionales, Peña Nieto no se entera que no se entera, Videgaray se entera pero no le importa porque finalmente sólo juegan con el marcador legal, con la parte que les toca para no infringir una ley que ha sido más doblada que una hoja de origami. El aplauso que pretende ser la ovación del genio reconocido, explosión de júbilo y entusiasmo por el performance, se ha convertido en queja que evidencia el narcisismo de quienes detentan el poder para una cámara, para un reflector, para un país televisado que no tiene correlato con el de la calle. El señor de la casa no se entera porque no es la señora de la casa, porque su casa fue un regalo; y a diferencia de un capitalismo voraz, en el de ese lado, el dinero no lo compra todo, también hace falta buenos amigos.


Peña Nieto ha llegado a la presidencia a través de anacolutos discursivos que lo ponen del lado del ignorante que no desea más que contemplarse para percatarse de que su rostro sigue ahí. Sin libros que mentar, sin referencia de qué echar mano, sin palabras que pronunciar porque sencillamente cuando se sale del script la caga. Sus actos fallidos pues, son el mejor reflejo de lo que una clase en el poder había sido y ahora es: una representación sin aplausos ni risas grabadas que terminen por convencer que el poder se detenta porque así lo quiso Dios. Estos actos fallidos se nos revelan como una batalla por continuar el mundo de privilegios que ya no quieren ceder más. El gobierno reparte televisiones para seguir representando la comedia de sus vidas, la telenovela donde todos son las víctimas de un pueblo racialmente oscurecido que en el color de la piel lleva la marca de su rencor. “Pinches periodistas que no aplauden… por eso los matamos” debería agregar. Las frases fuera del guión han sacado a la luz mundial lo que por tantos años había padecido el gobierno: “qué hacemos con los indios, qué hacemos con los pobres, qué hacemos con la naquiza”. Y sí, como lo ha comentado Lorenzo Meyer, el porfiriato ha vuelto pero no sólo económicamente sino con toda su propuesta positivista y su racismo de baja intensidad (recordemos que Porfirio Díaz se polveaba el rostro para quitarse lo indígena) que busca aislar a la gente de bien mediante enclaves de civilización donde las desigualdades no sólo se hagan más patentes sino que cuenten en la calidad moral y espiritual de aquel que escribe las leyes a su favor. Las leyes no son para plantear una equidad sino para trazar y proteger las diferencias. El problema nunca ha sido legal (la articulación de las leyes está ahí), sino el contenido ético, que algunos para demeritar su sentido humano le llaman civismo. Habría que nombrarlo como debe ser: el problema de México es ético. Esta noción de que el bien común sólo es bien si se refleja en la nómina. Y México, su población, tiene muchos problemas para reconocerlo, desde sus intelectuales que maman del gobierno pensando que están ejerciendo su derecho a ser chingón y que por fin el gobierno se les regresa algo, hasta aquellos que piden dinero por dejarte estacionar en un espacio público, so peligro de poncharte las llantas.  Desde el merecimiento divino hasta la imposición de una renta a fuerza de coacción nos lleva a incrementar las diferencias más y mejor. El problema es ético porque no se le da a cada quien el trato humano que necesita sencillamente porque no se quiere reconocer que para ser humano, como lo ha comentado Savater en sus libros de ética, se necesita dinero. La humanidad no es algo automático que sólo se adquiere a fuerza de existir sino es una condición que no tiene nada que ver con lo espiritual. Ser  humano es ser igual a aquel que puede decidir su futuro y que no se preocupa por alimentarse él mismo o a sus hijos. Ser humano es una relación de horizontalidad no de verticalidad, ni de jerarquías que se estructuran sólo por origen y nacimiento. Por eso, Peña y los suyos o mejor, sus dueños y Peña, se ofenden cuando tienen que justificar la posición que Dios les ha dado. Expresar cansancio no sólo es necesario sino además congruente con un estado de cosas que no dejan de ser engorrosas, por decir lo extremo. El procurador se cansa, el presidente quiere aplausos y Memo Ríos es el único que, al pedirlos, los recibe.

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