O cómo escribir en Charleston
Enfrascarse
en tareas literarias es ante todo una forma de búsqueda de la identidad. La
identidad se experimenta a medida que el discurso poético, con esto quiero
decir, creativo, sale de la mente de un autor para posarse dentro de la página.
Ese proceso lineal generado desde un punto mental, que no podría localizar,
tiende a bifurcarse en senderos infinitos que llevarán al propio escritor a
lugares que antes no imaginó, secuencias discursivas que estaban dentro de su
intelecto como formas para nombrar la realidad o las realidades que lo han
constituido. Escribir siempre es volver al mismo lugar. Es ir a la
introspección y en cierto sentido ser uno para sí mismo. Es una actividad que
no tiene nada de especial y sí mucho de ensimismamiento. El autor se encierra
en sí mismo para tratar de perseguir o mejor dicho, encontrar lo que las
palabras pueden hacer del mundo, de lo que las palabras pueden transcurrir para
darle forma como de algo a lo que tenemos enfrente y no estamos seguros si vale
la pena siquiera contemplar.
Todo lo
que he escrito lo he generado lejos de aquí, de México. Soy mexicano sí, de
Baja California Sur, pero creo que soy más paceño que otra cosa o cuando menos
eso me digo, a pesar de que he cursado la universidad aquí en Guadalajara por un año y en el DF, en la UNAM, por cinco. Este sentido de
desarraigo y de arraigo ha sido lo que me ha impulsado a escribir de manera más
sistemática y con intenciones más bien modestas. Primero como mero ejercicio de
supervivencia, empezando con la poesía, y luego como manera de preservar una
lengua que se ha ido erosionando un poco para aceptar otras variantes. Ser
mexicano en los Estados Unidos es siempre un problema, sobre todo en lugares
como en el que habito donde la presencia de lo mexicano es un concepto difuso,
somos seres casi mitológicos. He escrito un par de novelas que no hablan de los
Estados Unidos sino de un México de los años 80 y 90. Del México que nos prometieron
después del temblor.
Nunca
antes había escrito sobre Estados Unidos. Vivo en Charleston y Charleston no
figura en ninguna de mis novelas ni cuentos ni poemas. Sólo después de 13 años
he escrito una novela ambientada en el sur de los Estados Unidos. Supongo que
entender un lugar toma tiempo, pero sobre todo resignación de que el lugar que
habitas empieza a contenerte, a hacerte suyo.
Escribir
desde el extranjero es también aislarse. Hacerse más vulnerable porque todo
aquello que había constituido tu historia es suspendido para adentrarte a un
mundo que nunca sabes si es el que quieres, pero sí el que has elegido por las
razones que sean. Aislarse es convertirse en isla donde el único habitante eres
tú, el Robison que escribe las líneas y nunca para quien fueron escritas porque
el lector ideal no existe. Es un producto de la buena voluntad de lo que nos
gustaría que existiera, es la proyección de uno mismo. Es el gran fantasma del
escritor. Un escritor siempre busca a un lector con el que deba hacer contacto,
y eso es, creo, lo más difícil del proceso escritural, cerrar el círculo. Y ese
círculo se inaugura entonces con algunas buenas intenciones y más trabajo que
antes. Es la identidad de una experimentación la que nos sitúa como seres
aislados dentro de nuestra propia lengua. Así la experiencia lingüística del
escritor es una experiencia más bien íntima. Yo no escribo en inglés, no soy un
auténtico bilingüe, en otras palabras no fui a la escuela en inglés ni mis
capacidades lingüísticas son del mismo nivel. Sin embargo, puedo decir con toda
confianza que escribir en inglés no es lo mismo que escribir en español en
términos de mercado, que no habría que confundir con lectores. Tener que
justificar la escritura es siempre justificar la lectura. El escritor primero
es un lector.
Borges
decía que los lectores son los seres más felices de la tierra mientras que los
escritores necesitan estar atormentados para poder escribir. En español hacen
falta muchos lectores, por lo que intuyo que nuestra sociedad sufre, si no hay
lectores no hay gente feliz. Esta feria pese a su gran tamaño resulta ser sólo
esa parte de isla en la que la función del escritor es de mayor valía que la
del lector. Leer es ser feliz y si es posible se tiene que hacer en tantas
lenguas como sea posible porque el flujo de las ideas es necesario desde todas
las perspectivas lingüísticas posibles.
A veces creo que en realidad los que vivimos
en dos mundos somos unos auténticos dementes; seres más bien acongojados con
el destino que no conformes con nuestra realidad o identidad hemos partido a
confrontarnos con la desconexión lingüística. La incertidumbre es uno de mis
principales estados emocionales. Siempre creo que no me entero de todo lo que
tendría que enterarme, que hay siempre una realidad que no comparto y que me
aleja más de la gente con la que convivo en inglés, (aunque también me pasa en
español debo confesar). Desgraciadamente esas personas son mis hijas, bilingües
pasivas que a ratos se avergüenzan de mis fallos idiomáticos,
mis giros lingüísticos que generan confusión entre sus amistades y padres que
al decirles que soy escritor me miran como si eso no existiera, como si un
mexicano que escribe en español sólo fuera producto de la imaginación desaforada
de mis hijas. Sí les contesto: escribo y tengo libros publicados. Entonces me
corrigen y me dicen la palabra correcta en inglés es autor. Exacto, les
contesto, soy un autor todavía en
busca de lectores.
Charleston,
Carolina del Sur, diciembre 2013.
Texto
leído en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, México, 2013, en la sesión:
“Bilingüismo, experimentación e identidad”.
Participaron en la mesa: Mariana Dietl, Mariano Zora, Eloy Urroz y Raúl Carrillo Arciniega.
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